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Leyendas del bosque animado, el lugar donde ocurren los cuentos

En todas las tradiciones, y la española no es una excepción, existe un gran cosmos comunal y fantástico donde comienza la iniciación a la vida de sus miembros a través de la imaginación
Bosques sorianos
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El bosque encantado es uno de los lugares mágicos por excelencia, donde ocurren todos los cuentos, las aventuras e iniciaciones de los relatos patrimoniales. Hay algo atávico que se siente al entrar en un bosque cerrado, una sensación de inquietud, fascinación e incluso un miedo cerval. Se diría que estamos programados genéticamente para respetar y reverenciar al bosque sagrado. En nuestra mítica geografía abundan aunque, por desgracia, van siendo quemados de forma inmisericorde. Piensen en el bosque primordial del cuento y el mito, el viejo relato de la tribu. Los héroes deben adentrarse en la espesura para matar a una criatura terrorífica o la heroína ha de transitar por sus sendas oscuras para llevar un objeto de poder hasta el otro lado. Allí hay que cazar algo, encontrar algo, hallar el camino correcto, evitar los peligros y los engaños, las falsas posadas y las emboscadas, los lobos y las criaturas desconocidas formadas por el viento, la hojarasca y la sombra de los árboles sagrados. Allí se encuentra la ruta de descenso al otro mundo, la puerta en la colina, el hueco en el árbol donde se esconden los tesoros.
El bosque encantado, en fin, es todo un cosmos. Un universo vivo que le da sentido a todo, dotado de alma: es un árbol universal, como el Yggdrasil nórdico o la Higuera del Buda que se esconde en el claro donde tendremos una iluminación. Otras veces, en ese claro central, hay una gran cabaña comunal, que es refugio de compañeros y proscritos, donde la heroína habrá de pasar su periodo iniciático, vestida con pieles de animal. Pero también está ahí la cabaña espantosa, con patas de gallina y un cercado coronado por cráneos humanos, donde se esconde la bruja devorahombres a la que habrá que engañar para sobrevivir.
El bosque es, pues, el escenario predilecto de los diversos lances y de las peripecias de una parte de la narrativa patrimonial que tiene que ver con el ciclo del cazador-recolector, con ese «salir afuera», desde la comodidad del núcleo del clan, y adentrarse en la espesura de lo desconocido para cumplir una misión, y luego, por supuesto, volver con bien del lado oscuro, para reintegrarse al fuego del hogar comunitario. Es, como subtitula Tolkien el «Hobbit», la «historia de una ida y una vuelta», y siempre, indefectiblemente, pasa por el bosque oscuro. Muchas son las fraguas y bosques oscuros de nuestra geografía, los bosques, encantados o animados que están desde los robledales gallegos, los bosques de castaño, acebo, laurel o espino los hayedos hasta los pinares de Guadarrama o los encinares encantados de la Sierra Morena. Algunos muy célebres que glosaremos aquí y en próximas semanas.
Pero empecemos por el bosque que da título a estas líneas, el de Wenceslao Fernández Flórez, en su famoso libro de 1943, llevado al cine en 1987 por José Luis Cuerda, «El bosque animado». Ahí está la fragua de Cecebre, bosque de la parroquia de Cambre en La Coruña, que es el epítome y quintaesencia de esta idea del bosque primordial. El propio bosque es personajes del primer capítulo o estancia de la novela de Fernández Flórez. Es este el lugar que da vida y encarna el espíritu casi animista o panteísta de una obra que consagra el bosque como universo de los vivos y de los muertos, de los animales y los humanos, de peregrinos, gatos, moscas, ánimas perdidas o seres subterráneos. Es uno de los libros más vendidos, más leídos y quizá menos comprendidos de la literatura española reciente, elaborado en 16 relatos autónomos, pero entrelazados, acerca de las vivencias de personas y no personas en esa fragua sagrada. Ella representa la vida cíclica –la «zoé» de los griegos–, la que nunca se extingue y que está compuesta de las vidas individuales –el «bios» de los griegos– de cada uno de nosotros, con sus respectivas muertes, pues la corrupción en humus forma parte del ciclo del bosque sagrado. Un paseo por una de estas legendarias fraguas de árboles autóctonos –desconfío de los no autóctonos, aunque algunos sean sacros y magníficos, como el bosque de secuoyas de Cantabria– nos hace entender la íntima unidad de todo. Al sentirnos perdidos en ese hayedo, robledal o pinar el ser humano recuerda su pequeñez y que forma parte, como una pieza más, del engranaje de ese cosmos viviente que es el bosque animado, ese lugar de peligro, iniciación o aventura que hay que atravesar a lo largo de la vida.