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Tarteso: Los mil enigmas del pueblo desconocido

Los rostros encontrados en Casas del Turuñuelo pueden significar un antes y un después en el conocimiento de esta civilización, a la altura del impacto de la apertura de la tumba de Tutankamón para Egipto, o la lectura de la piedra Rosetta
Las primeras representaciones humanas de Tartessos
Hallan en Extremadura las primeras representaciones humanas de TartessosCSIC

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“Hay vuelcos en la historia tan fuertes, yo no sé...”. Permítame que comience parafraseando el famoso verso de César Vallejo porque, en la historia de la arqueología, ha habido espectaculares hallazgos que han supuesto vuelcos revolucionarios en la visión que teníamos de nuestra historia más remota. Hay que recordar sólo unos pocos. Si antes se creía que el mundo de Homero estaba más cerca del mito que de la realidad, Heinrich Schliemann, a finales del siglo XIX, descubrió, en hallazgos espectaculares, las antiguas ciudadelas de Troya y también la de Micenas, de ecos lejanos de la “Ilíada”. Evans, en torno a 1900, descubrió mágicamente una Grecia antes de Grecia con la sinuosa y fascinante cultura minoica y Carter desveló en 1922 la legendaria riqueza de los faraones con la tumba de Tutankamón. Si se pensaba que las leyendas de los escitas que narraba Heródoto, con sus amazonas guerreras y sus enterramientos suntuosos, eran fabulaciones, en el siglo XX se encontraron maravillas en Asia como la cultura de los kurganes o la célebre “princesa del hielo”, tatuada y con armas.
Y en cuanto a la filología y las lenguas, piensen en la piedra Rosetta, encontrada en 1799 y descifrada más tarde por Champollion, poco después en las tablillas cuneiformes y las lenguas escritas en ellas, asirio, acadio y demás, explicadas por Grotefend, Smith, Rawlinson… O en los desciframientos del siglo XX, los textos micénicos por Ventris o los hititas por Hrozný, por citar solo algunos momentos estelares de la arqueología y la filología, que sacudieron como un terremoto las ciencias de la antigüedad.
Por supuesto hay que esperar que otros hallazgos desvelen culturas hasta hoy enigmáticas: y de los más esperados, ciertamente, los que den un giro a la historia de Tarteso, pues hace ya cien años que arqueólogos, filólogos e historiadores trabajan sin cesar sobre esta cultura y otras prerromanas, como la ibera. Justamente hace un siglo, en 1922, el alemán Adolf Schulten publicó su libro sobre Tarteso, piedra de toque de los estudios modernos sobre esta civilización mitificada desde antiguo en la historiografía española, que quería resaltar la antigüedad y preeminencia de la monarquía hispánica. Y es que Tarteso es parte de la historia mítica e ideológica de España y su halo de leyenda a veces no permite evaluar imparcialmente lo que verdaderamente sabemos. Estos días se viene hablando de los magníficos hallazgos del yacimiento de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz) y la sorpresa que nos hemos llevado todos al ver dos delicadas efigies del mundo tartésico que nos permiten poner rostro a esa fascinante y desarrollada civilización del Primer Milenio a.C.
Pero, ¿dónde estaba Tarteso? Para empezar, no sabemos si el topónimo se refiere a una ciudad, un reino o una cultura regional. Y hay cierto confusionismo con la bíblica Tarsis, que se menciona 25 veces en el Antiguo Testamento como lugar semilegendario y opulento. La expresión “las naves de Tarsis” alude a un comercio a larga distancia, por mar, de mercancías preciosas y materias primas con un pueblo rico en metales, pero su localización es dudosa, desde la propia región sirio-palestina hasta nuestros lares. Ya la antigua historiografía mítica quiso hacer la ecuación con Tarteso, que se menciona en fuentes grecorromanas, y tender puentes entre España y el país legendario al que alude la Biblia hebrea.
Mítica era Tartessos también para los griegos, lugar de leyenda donde habitaban reyes longevos y opulentos, como Argantonio, “el hombre de plata”, si queremos seguir su popular etimología. Dice el poeta Anacreonte que no quiere “riquezas mil ni reinar 150 sobre Tarteso”, en alusión al mítico monarca, que habría tenido relaciones con los griegos, como cuenta Heródoto. Los viajes de Coleo de Samos o las expediciones de los focenses, a quien ayudó a contener a los persas, parecen en relación con un brillante reino del sur de España en plena época de los viajes griegos a occidente: buscando acaso su “el Dorado” en Hesperia, los focenses habían fundado Massalia y Ampurias en tales rutas. Pero para cuando conocieron Tarteso, ya estaban en cierto declive. Posteriormente, los romanos ahondaron la leyenda y citaron, como hace Avieno, una ciudad de tal nombre que aún podía verse en su periplo mediterráneo.
¿Cómo se origina el mundo de Tarteso? Hay dos tesis principales, la que aboga por la misteriosa auctoctonía y la que lo hace derivar de los procesos de interacción, aculturación y mezcla entre la colonización fenicia y el elemento indígena. En todo caso, la edad de esplendor comienza en torno al siglo IX a.C., cuando llegan los fenicios a una costa que, por cierto, era muy diferente de lo que es hoy. Los geólogos han mostrado los cambios del litoral de la Andalucía atlántica y mediterránea y su relación con los asentamientos fenicios: Cádiz y San Fernando eran islas, el golfo tartésico –para los romanos, luego, “Lacus ligustinus”– se extendía hasta casi Sevilla y parte de las provincias actuales eran mar, o mejor dicho, la bahía de desembocadura del Guadalquivir. Por no hablar de lo que cambió el litoral y la navegabilidad de los ríos de la zona de Málaga. La descripción de la zona ha obsesionado a los estudiosos empeñados en buscar vínculos con la Tarsis bíblica, que puede ser bastante verosímil, o incluso, algo más que dudoso, con la Atlántida platónica.
Y es que todo son enigmas hasta que la arqueología, a veces, nos aclara el panorama, como se ve con estos rostros. Los avances han ido en progresión geométrica casi cada década. Hace 30 años, un congreso y estupenda monografía colectiva, editada por los profesores Jaime Alvar y el ya fallecido José María Blázquez, “Los misterios de Tartessos” (Cátedra 1993), daba cuenta cabal de lo que habían avanzado las investigaciones desde que Schulten, meritoriamente aunque con sus limitaciones, abriera el camino; actualizó la cuestión Alvar con J. Campos en otro congreso publicado luego también como monografía (“Tarteso”, Almuzara 2013). Una década después, y un siglo después de Schulten, otro estupendo libro, esta vez de Diego Ruiz Mata (“Tartesos y tartesios”, Almuzara 2023), compila minuciosamente toda la información que tenemos y constata que la investigación ha avanzado de una manera impresionante. Pero, claro, este no ha podido evaluar el descubrimiento de los rostros del Turuñuelo, que permiten ahora albergar mejores esperanzas acerca de los hallazgos en años venideros. Estos rostros, que quizá tengan que ver más con factura helenizante que orientalizante, en todo caso, son los primeros que nos miran desde el sudoeste de la península en esta cultura. La idea de Tarteso como el “Oriente en Occidente” –no otra cosa venía a buscar Schulten, émulo de Schliemann, que la Troya hispana– es muy sugerente, y más al ver los perfiles extraídos de esa excavación pacense.
La tesis más audaz, y por ahora difícil de demostrar, quiere remontar el inicio de Tarteso a la edad del cobre, estableciendo vínculos con las navegaciones más antiguas. Se propone la preeminencia del elemento autóctono, en diversas variedades, sea este indoeuropeo o no, con la posterior interacción con los otros pueblos que surcaron el Mediterráneo, especialmente griegos y fenicios. Ciertamente, el estrecho nunca fue un muro y desde el paleolítico ha sido una vía de comunicación con África, así como se ha navegado desde Oriente a Occidente desde al menos el III milenio a.C. Pero lo más prudente es por ahora definir como “Tarteso y tartésica” la civilización que parece comenzar a finales del siglo IX o principios del VIII a. C., según la tesis más verosímil, y cuyo esplendor puede ser influencia de la presencia pionera de los fenicios.
¿Precedentes? Hay ciertamente fases previas y gran mezcla: la tesis doctoral de Candela Hernández, genetista de la UCM, con un estudio del ADN mitocondrial de la población onubense, muestra que la zona era de alto tránsito, y que hay semejanzas genéticas con los Balcanes, por ejemplo. Está, por supuesto, la añeja cultura de El Argar en el III milenio a.C.; ya en la convulsa época del final del Bronce, marcada por las catástrofes en el Mediterráneo oriental, no sería extraño detectar múltiples movimientos –se halló cerámica micénica tal lejos como en Córdoba, por ejemplo–; y hay quien quiere incluso retrotraerse a milenios anteriores, a la cultura dolménica andaluza o a tiempos míticos y primordiales. Pero las ciencias de la antigüedad no deben aventurar nada, solo hipótesis, pero lo que se afirme ha de ser construido en avances firmes, paso a paso: sobrevuela la cuestión, además, la historiografía acerca de Tarteso como etnogénesis legendaria hispánica.
No podemos saber con seguridad cómo era Tarteso, con esta variedad de visiones, pero sí indagar en la cultura material, las fuentes literarias y la epigrafía para dar un panorama de la gran transformación cultural provocada en la sociedad autóctona por el intercambio con fenicios y griegos, hasta llegar a la decadencia de Tarteso. En cuanto a la lengua, tenemos una serie de evidencias que permiten indagar en lo que se hablaba en la zona. Las estelas de guerreros del bronce y las inscripciones del sudoeste (llamadas "tartésicas" por algunos, ante lo que hay que mostrar precauciones) reflejan un abigarrado mundo lingüístico prerromano en el que no hay unidad. A tenor de la antroponimia y la toponimia de la zona parece que conviven lenguas diversas, indoeuropeas y no, con varios sistemas de escritura del que el llamado “tartésico” es el más antiguo y cuya interpretación es todavía controvertida. Se ha propuesto, quizá con demasiada ligereza, que su lengua fuera de la familia celta, pero a día de hoy seguimos sin conocer la filiación lingüística de la lengua de estas inscripciones "tartésicas". Nos remitimos a la obra de referencia, del añorado profesor Javier de Hoz (“Historia lingüística de la Península Ibérica en la Antigüedad”, v. I, CSIC) y a los trabajos actuales de profesores como Joaquín Gorrochategui, Javier Velaza o Eugenio Luján, en el muy meritorio Proyecto Hesperia. Igualmente apasionante es el caso del íbero, del que tenemos más de dos millares de inscripciones pero que, lamentablemente, a día de hoy sigue siendo intraducible.
En suma, que aún sabemos poco de quiénes eran, cómo vivían y qué hablaban en Tarteso. Si quieren una buena síntesis sobre Tarteso pueden acudir al recién publicado libro de Ruiz Mata y a la exposición Los últimos días de Tarteso, hasta el 24 de septiembre en el Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid (Alcalá de Henares), que ha logrado ofrecer un panorama integral sobre Tarteso, de forma pionera, desde su formación a su ocaso, aunando 230 piezas emblemáticas procedentes de diversos museos y excavaciones. A eso hay que sumar el eco mediático de los espectaculares hallazgos de Casas del Turuñuelo. Y, por ahora, solo cabe seguir esperando que la arqueología y la filología nos ofrezcan nuevos avances –o incluso un “vuelco” definitivo– para profundizar en la fascinante historia de Tarteso.
A cien años justos del inicio de la investigación moderna sobre Tarteso, con el libro de Schulten (1922), el catedrático de Prehistoria en la Universidad de Cádiz Diego Ruiz Mata publica su exhaustivo “Tartesos y tartesios” (Almuzara), de más de 800 páginas. Es un tratamiento completo de lo que las ciencias de la antigüedad, y también la historiografía y la leyenda, han dicho sobre la vejada “cuestión tartésica”. A partir de casi un centenar de páginas de bibliografía, Ruiz Mata va explicando el nacimiento de esta elevada cultura a través de la interacción del elemento indígena con los fenicios. Un excelente compendio para entender lo que podemos saber a ciencia cierta de Tarteso, que se describe como producto de la hibridación de un lugar de paso, desde la más remota antigüedad, como es el suroeste peninsular.