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El último día de Constantinopla: así fueron las horas finales del épico asedio

El 29 de mayo de 1453 el sultán otomano Mehmed II culminó la conquista de Constantinopla, un hito tan señero que marca el tránsito a la Edad Moderna
Mapa de la ciudad de Constantinopla realizado por  el geógrafo Christoforo Buondelmonti en torno al año 1422
Mapa de la ciudad de Constantinopla realizado por el geógrafo Christoforo Buondelmonti en torno al año 1422 Desperta Ferro
La Razón
  • Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

    Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

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Los primeros rayos de luz del amanecer de aquel 29 de mayo de 1453 hallaron una Constantinopla lacerada y humeante, ensangrentada y agotada, física y moralmente, tras un durísimo asedio que había durado ya cincuenta y cinco días. Casi dos meses de combates y penurias, de durísimos combates en torno a las milenarias murallas erigidas siglos atrás por el emperador Teodosio, que, pese al terrible castigo que recibían de las bombardas turcas, resistían estoicamente. Un asedio en el que se habían contemplado espectaculares guerras de minas y contraminas, batallas navales en el Cuerno de Oro, el traslado de la flota otomana a través de las colinas para burlar las cadenas bizantinas, un durísimo cañoneo con inmensas bombardas y otros muchos episodios de una epicidad verdaderamente paroxística. Ahora, cuando todo hacía entender que el fin estaba próximo, el sultán otomano Mehmed II arengaba a sus incontables tropas y las disponía para el asalto final.
Llegados a este punto, tanto los asaltantes como los defensores se hallaban agotados. Mehmed sabía que apenas tenía una o dos jornadas más para tomar la ciudad, de lo contrario se vería obligado a levantar el asedio. Los defensores, por su parte, no estaban en mejores condiciones: en franca inferioridad numérica, estaban colmando el límite de la resistencia humana. Todo apuntaba, pues, a que el resultado del asedio se iba a dirimir en un gran asalto final, y aquel era el día elegido para ello.
El sultán proclamó que en aquel asalto no se admitiría –bajo pena de muerte– que nadie retrocediera ni un solo paso. Además, prometió que al primero que subiera a las murallas le daría en recompensa el gobierno una de sus provincias y, al resto, el libre saqueo de la ciudad y de todas sus riquezas, entre las que estaban, en particular, sus propios habitantes, dando a entender que cada soldado podría capturar a cuantos fuera capaz para luego venderlos como esclavos.
Por su parte, el emperador bizantino, Constantino XI Dragases, ordenó que se llevaran los más sagrados iconos, reliquias e imágenes religiosas a las cimas de las murallas y se hicieran procesionar por ellas. Defendían los adarves una extraña miscelánea de romanos (o bizantinos) e italianos (venecianos y genoveses), los unos ortodoxos, los otros católicos, orando no obstante al unísono sin atender a sus diferencias.
El ataque comenzó con los baçibozuks, los combatientes voluntarios, no profesionales, del ejército turco, que se habían alistado a la campaña con la esperanza de enriquecerse con el botín. Pero, inexpertos como eran, se estrellaron, oleada tras oleada, contra las murallas, sin lograr otra cosa que colmar los fosos con sus propios cadáveres y, eso sí, agotar a los defensores. A continuación, Mehmed lanzó a sus tropas regulares, en coincidencia con un gran boquete en las murallas que abrió justo entonces una de sus bombardas. Por él entraron trescientos turcos, pero fueron repelidos por un contrataque capitaneado por el propio emperador. Las restantes tropas regulares fueron asimismo rechazadas.
El sultán echó entonces mano de su última baza: las endurecidas tropas de élite conocidas como jenízaros, que se abalanzaron sobre las murallas. Por entonces rayaba ya el amanecer y los defensores no podían estar más agotados tras pasar la noche en dura liza. En ese momento la balanza quedó en equilibrio y durante un tiempo no estuvo claro de qué lado caería. Pero entonces ocurrió el desastre. En un punto de la muralla, un grupo de venecianos decidió hacer una salida fuera de las murallas para acometer a los atacantes. La salida fue exitosa y causó muchas bajas a los turcos; sin embargo, al regresar, no se aseguraron de cerrar bien el portillo, y por él se colaron medio centenar de turcos. Todos fueron rápidamente masacrados; sin embargo, corrió como la pólvora la noticia de que las defensas habían caído. Esto coincidió con otro suceso de gran calado, y es que el capitán de las tropas extranjeras, Giovanni Giustiniani Longo, recibió una herida que le obligó a abandonar su puesto en las murallas. La suma de ambos factores provocó el hundimiento de la moral defensiva y los turcos, sintiéndolo, redoblaron esfuerzos y lograron, esta vez sí, coronar las murallas y desparramarse cual torrente por las calles de la ciudad. El emperador Constantino, viéndolo todo perdido, se lanzó espada en mano contra la masa de enemigos, alcanzando así una muerte heroica aunque vana. Lo que a continuación vino fue una terrible letanía de masacres, violaciones y venta de civiles como esclavos.
Y de este modo culminó el último día de Constantinopla. A la mañana siguiente los rayos de sol descubrirían una ciudad enteramente diferente: Estambul.

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