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El baño de sangre de Constantino y lo que puede enseñar a la Europa de hoy

En un Imperio romano al borde del colapso, Constantino fue aclamado por sus tropas como augusto, contraviniendo el frágil sistema de la Tetrarquía y provocando una guerra civil. Tras 18 años de baño de sangre, salió victorioso
Camafeo de Constantino coronado con laureles
Camafeo de Constantino coronado con laureles La Razón
La Razón
  • Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

    Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

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Constantino llegó al mundo en una época en la que el Imperio romano se hallaba al borde del colapso. A finales del siglo III el Imperio se había vuelto ingobernable, y se sucedían múltiples a la par que breves gobiernos dirigidos por militares que se imponían manu militari sobre sus antecesores en el cargo, provocando así una cascada de guerras civiles que parecía interminable. La inseguridad fue tal que en ocasiones el Imperio se desgajó en varias entidades independientes, como el Imperio gálico o el de Palmira. La inestabilidad era la norma, ocasión que aprovechaban los bárbaros para hostigar las regiones fronterizas, la economía estaba hecha trizas y el Imperio de desmoronaba por momentos. En esas circunstancias apareció el tan ansiado reformador, el talentoso emperador Diocleciano, quien logró restaurar el orden tanto político como social y económico. Ideó un reparto de poder entre cuatro personas: dos augustos (o emperadores principales) y dos césares (con menor autoridad). De este modo se pretendía dar estabilidad y conjurar el fantasma de la guerra civil, pues la colegialidad equilibraba el poder y evitaba que uno sobrepasara al resto, al tiempo que la sucesión sería estable, ya que, pasado cierto tiempo, los césares estaban destinados a suceder a los augustos, ocasión en la que se nombraban dos nuevos césares, y así sucesivamente. El sistema se conoce en la actualidad con el nombre de Tetrarquía. La estabilidad política favoreció enormemente a la economía, que empezó nuevamente a florecer, beneficiada, además, por algunas reformas de índole financiero y social que puso en práctica este mismo emperador.
El sistema funcionó durante sus primeros años pero la ambición personal, las envidias y la avidez de poder dieron al traste con ello. Diocleciano se retiró del trono en el vigésimo aniversario de su coronación, en el año 305, y lo mismo hizo su homólogo, Maximiano. Conforme a lo previsto, los dos césares (Constancio Cloro y Galerio) accedieron al poder supremo, al de augusto. Ahora bien, a continuación debían de nombrarse dos nuevos césares que ocuparan los puestos que estos habían dejado vacantes. Y fue ahí donde estalló la discordia, pues resulta que tanto uno de los recién nombrados augustos (Constancio Cloro) como uno de los que dejaban el cargo (Maximiano) tenían hijos adultos, y ambos presionaron para que estos fueran nombrados césares. Pero tal cosa era inaceptable, pues no sólo habría supuesto un caso claro de nepotismo sino que, además, contrariaba por completo el espíritu del sistema, que trataba de lograr un equilibrio de poderes entre todos los gobernantes. La creación de una dinastía propia que monopolizara el poder era justo lo contrario de lo que el modelo tetrárquico pretendía conseguir. El sentido común prevaleció, se obviaron las candidaturas de los hijos de aquellos y se nombraron otros individuos que no tenían relación con los augustos. El sistema acababa de dar su primer aviso de fragilidad. Y, en efecto, apenas un año después, todo se vino abajo.
En el año 306 el augusto Constancio Cloro moría, de muerte natural, en Eburacum (la actual York, en Britania). De inmediato, sus tropas aclamaron como sucesor del fallecido a su propio hijo, que no era otro que Constantino, más tarde conocido como Constantino el Grande. Además, no lo aclamaron como césar sino directamente como augusto. Fue la puñalada de muerte al sistema. De inmediato aparecieron otros candidatos, como Majencio, hijo a su vez de otro antiguo augusto (Maximiano), que querían para sí lo mismo que había logrado Constantino.
De este modo dio comienzo una sucesión de terribles guerras civiles que no llegaron a su fin hasta dieciocho años más tarde, cuando Constantino logró finalmente imponerse sobre todos los demás, tras un verdadero baño de sangre, inaugurando una nueva era de gobierno caracterizada por la concentración de todos los recursos del Estado, de todo el poder, en manos de una familia, la de Constantino y sus hijos. Nuevamente se volvió a un sistema de autocracia pura, más centralizado si cabe que en épocas precedentes, en el que el emperador y su familia eran intocables, no debían responder ante nada y ante nadie –salvo ante el Dios de los cristianos, fe que Constantino elevó a la dignidad de religión de Estado–, y en torno a quienes se desarrolló un potente movimiento propagandístico de ensalzamiento de la autoridad suprema del que se conserva, a modo de botón de muestra, la estatua colosal de sí mismo que se hizo erigir en Roma. El éxito de Constantino sirvió así de rúbrica definitiva del fracaso de los regímenes colegiados de gobierno, e inauguraba una nueva era dorada para los regímenes de tipo dinástico, de concentración del poder en torno a una persona y su familia, poniendo así las bases de lo que sería común en buena parte del Medievo.
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