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Indiana Jones, un adiós con nostalgia

Harrison Ford recibe, emocionado, la Palma de Oro honorífica de Cannes y presenta fuera de concurso la última y quinta entrega del arqueólogo más famoso del cine
Harrison Ford, en el festival de cine de Cannes
Cannes (France), 19/05/2023.- US actor Harrison Ford attends the photocall for 'Indiana Jones and the Dial of Destiny' during the 76th annual Cannes Film Festival, in Cannes, France, 19 May 2023. The festival runs from 16 to 27 May. (Cine, Francia) Guillaume HorcajueloEFE/EPA
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Hay un momento muy hermoso en “Indiana Jones y el Dial del Destino”, la quinta entrega de la saga del arqueólogo de sombrero de ala ancha y látigo suelto, y la primera que no dirige Spielberg, que ayer se presentó fuera de concurso en Cannes. “Es la Historia desplegándose ante nuestros ojos”, dice Indiana habitando un tiempo que no es el suyo, como el héroe desubicado que, en 2023, está condenado a ser. Si Indiana Jones se atreviera, hoy mismo, a reescribir el curso de la Historia, como Quentin Tarantino en “Malditos bastardos”, sería posible una revolución. Pero como decía Chris Marker, la nostalgia del pasado siempre reemplaza a la nostalgia del futuro, que es lo que entendemos como revolución. Y esta es una película que se refugia en la nostalgia de siempre, sometiéndola a una puesta en abismo que sobrepasa los límites de la pantalla. No hubo más que ver a Harrison Ford echando la lágrima después de contemplar un vídeo-resumen de su carrera y recibir una Palma de Oro honorífica sorpresa: en sus ochenta veranos, tímidos y agradecidos, solo se veía nostalgia.
Así las cosas, el filme de Mangold trabaja esa nostalgia como un refugio, tanto para el espectador que ha crecido con la saga desde 1981 como para el personaje/actor, que en los primeros veinte minutos aparece rejuvenecido digitalmente en un flashback que lo coloca, cómo no, huyendo de los nazis con otro Santo Grial entre las manos (el cuadrante de Arquímedes). Las referencias al pasado no han hecho más que empezar: si la acción principal, que conducirá a Jones por Tánger, Grecia y Sicilia acompañado de su díscola ahijada (graciosa Phoebe Waller-Bridge), transcurre en 1969, los frecuentes guiños a “Indiana Jones y el templo maldito” (la cueva tapizada de bichos, el side-kick infantil) no paran de derramarse sobre el metraje. Mangold le deja muy poco espacio a Ford para que se comporte como un eastwoodiano héroe crepuscular: solo lo que dura un despertar malhumorado, en calzoncillos, con un café alcoholizado, el día en que Jones va a jubilarse, con los papeles del divorcio por firmar. En la rueda de prensa, Ford confesaba que quería ver “el peso de la vida” en su personaje. “Quería ver cómo se reinventaba. Le quería ver en una relación que no fuera el típico romance de película”. Pero su reinvención es, precisamente, un regreso al pasado, con un malvado científico nazi (Mads Mikkelsen) pisándole los talones y un artilugio que, cómo no, permite viajar en el tiempo.
“Indiana Jones y el Dial del Destino” no puede evitar entonces exhibir sus propias contradicciones, entre la película que recuerda ser y el ‘blockbuster’ plenamente integrado en el capitalismo de plataformas y la homogeneización digital que acaba siendo. Por muy eficaces que sean las escenas de persecuciones, y por muy icónico que sea Indiana Jones, uno tiene la impresión de estar viendo una producción muy estandarizada, que desaprovecha la estimulante deriva argumental de su clímax final, que no vamos a desvelar aquí por respeto a Arquímedes, para encerrar al personaje en su propia mitología.
Si Lucas y Spielberg crearon a Indiana Jones a imagen y semejanza de las novelas seriales de quiosco, Nuri Bilge Ceylan parece tener a la literatura de Dostoievsky (con unas gotas de Emil Cioran) como modelo de “About Dry Grasses”. En la línea de un cine novelesco y duración generosa iniciado con “Winter Sleep” y “El peral salvaje”, la excelente película de Ceylan empieza con lo que podría ser la amenaza de expulsión de un profesor de secundaria (extraordinario Deniz Celiloglu) de una escuela pública de un remoto y nevado pueblo del norte de Anatolia para acabar con la disolución de un triángulo amoroso protagonizado por ese mismo profesor. Es decir, el filme parece anclarse en una situación -la relación ambigua que este maestro mantiene con una de sus alumnas-, que podría servir como metáfora para explicar el anquilosamiento de las instancias de poder de un país dictatorial, para luego enfocar su atención en lo que realmente le interesa: en la construcción de un personaje fascinante, que ha hecho del egoísmo, la envidia y la misantropía su manera de estar en el mundo, que es, también, el modo en que expresa su (nula) responsabilidad social para con los que le rodean.
Exceptuando una desconcertante salida de tono brechtiana y una voz en off final un tanto redundante, la solidez de la construcción dramática de “About Dry Grasses” es impecable. Largas escenas dialogadas (la de la cena-coqueteo con su interés romántico es una maravilla) que, en bloque, hacen que la película, tensa y antipática, se transforme ante nuestros ojos en el retrato de un hombre amargado, que reivindica su derecho a no ser héroe, a no responder ante nadie, mientras fotografía a la gente que hay a su alrededor como si quisiera retener lo que hay de humano en su mirada.
En “Les filles d’Olfa”, la tunecina Kaouther Ben Hania quiere contar la vida de la Olfa del título y sus cuatro hijas, dos de ellas reclutadas por el estado de Daesh en Libia en 2016, basculando entre el documental y la ocasional recreación ficcionada. Ese dispositivo, que en el arranque parece que va a tener un peso importante en el filme, se diluye en su desarrollo, y provoca más confusión que otra cosa. Queda, claro, el autorretrato de la figura femenina después de la Primavera Árabe, ilustrado con todas las contradicciones -una supuesta liberación que condujo, paradójicamente, a una radicalización integrista- de un momento histórico del que aún queda mucho por explorar.