Juan José Alonso Millán, se nos acabó la risa
El dramaturgo y guionista de cine y televisión, que ha fallecido a los 82 años, deja un gran legado a la cultura: desde el teatro al cine, pasando por la televisión y la ópera.
El dramaturgo y guionista de cine y televisión, que ha fallecido a los 82 años, deja un gran legado a la cultura: desde el teatro al cine, pasando por la televisión y la ópera.
«Aquí viene el crítico», decía cuando me veía aparecer en el programa de radio en el que ambos colaborábamos. «Te leí el otro día. Me extraña que escribas esas cosas porque ya no regalan jamones por hablar bien de una obra, ¿no?». Juan José Alonso Millán (1936-2019) era tremendamente divertido. Y eso que afectaba cierta seriedad en su relación con la gente si desconfiaba de alguno de los presentes, lo cual podía ocurrir con relativa frecuencia. Pero, más tarde o más temprano, se revelaba como era: ingenioso y muy, muy irónico; hasta tal punto que a él mismo le costaba contener la risa inmediatamente después de haber elogiado a alguien o algo que, en realidad, no creía que fuera gran cosa. No se tomaba en serio ni a sí mismo. O, mejor dicho, no se tomaba en serio nada que no fuese verdaderamente esencial, lo cual decía mucho de su humildad creativa. Por eso parecía tan anárquico, tan caótico; por su absoluta despreocupación de lo que no fuese importante. Y él, a sí mismo, no se incluía nunca en esa categoría. «He hecho muchas comedias, sí; pero que sean buenas... solo unas pocas», confesaba abiertamente cuando alguien trataba de alabar su prolija carrera.
Ciertamente, fueran buenas, malas o regulares, no parece despreciable en ningún caso haber llegado a contar 115 estrenos teatrales, a los que hay que sumar sus abundantes guiones de cine, algunos convertidos en emblemáticos títulos de la época del landismo y el destape, como «No desearás al vecino del quinto» (1970), «Los novios de mi mujer» (1972) o «Historia de “S”» (1979); y otros en gamberras y populares comedias de los años 80, como «Cristóbal Colón, de oficio... descubridor» (1982) o «Juana la loca... de vez en cuando» (1983). «Yo he hecho auténticos bodrios», me decía un día dejando que su estrábica mirada tendiera un puente imposible entre el pasado lejano y el presente. «He hecho comedias con gente que no sabía actuar y musicales con gente que no sabía cantar», afirmaba riendo. Una vez más, se estaba quitando importancia y escamoteaba sus verdaderos logros; lo que no decía era que, además, había trabajado con algunos de los artistas más aplaudidos del siglo XX; gente que sí sabía hacer bien lo que hacía: Rafaela Aparicio, José Sazatornil, Mari Carmen Prendes, Amparo Baró, Lina Morgan, Ismael Merlo, Antonio Ozores, Concha Velasco, Víctor Valverde, Fernando Fernán Gómez, Analía Gadé, Manuel Alexandre, Amparo Soler Leal, Pedro Osinaga... La lista es interminable. Tal vez por eso se quejaba ya en los últimos tiempos de que «no hay ya primeros artistas; ni siquiera hay verdaderos actores de comedia», decía.
Las obras más sentidas
Alonso Millán sabía lo que era un buen actor de comedia porque los había conocido a todos, algo comprensible si tenemos en cuenta que en los años 60, por ejemplo, había estrenado tres, cuatro y hasta cinco títulos –como ocurrió concretamente en 1967– por año. De esa década son «Las señoras primero», «Mayores con reparos», «La vil seducción», «El alma se serena» y, por supuesto, «El cianuro ¿solo o con leche?». Estrenada en 1963 por primera vez, llevada luego a las tablas en numerosas ocasiones y adaptada también al cine y a la televisión, era la obra de la que el autor se sentía, sin duda, más orgulloso, aquella que siempre salvaba en primer lugar de su propia e inmisericorde quema, la pieza en cuyo disparatado humor se advertía mejor la huella nunca oculta de Mihura, de Jardiel o Azcona.
Durante los años 70 y 80, Alonso Millán siguió estrenando comedias a buen ritmo. «Esto es un atraco», «Capullito de alhelí» o «Juegos de sociedad» son algunos de los títulos destacados de aquella época. Ya en los 90, la nueva estética teatral y los nuevos vericuetos que iba tomando el humor sobre las tablas hicieron que la llama de su éxito empezara a decrecer, para extinguirse en la primera década del nuevo siglo. Él, que tenía muy claro que «el teatro se hace siempre para el público», había empezado a perder el suyo; así, con exquisita elegancia, dejó descansando su pluma en el tintero, a la espera de una oportunidad que no llegó para toparse con «algún productor al que le guste la comedia».