Julio de 1939: los días en que Hitler engañó a Mussolini para invadir Polonia
A pesar de las reticencias del conde Ciano, en mayo de ese año Italia y Alemania firmaron el Pacto de Acero que el Führer utilizaría para «terminar con el cáncer de Danzig». Poco después, el yerno del dictador italiano ya temía lo peor.
A pesar de las reticencias del conde Ciano, en mayo de ese año Italia y Alemania firmaron el Pacto de Acero que el Führer utilizaría para «terminar con el cáncer de Danzig». Poco después, el yerno del dictador italiano ya temía lo peor.
«La situación internacional se ha oscurecido a causa del problema de Dánzig –escribía en su diario el ministro de Asuntos Exteriores italiano, conde Galeazzo Ciano, el 3 de julio de 1939–. Estoy tranquilo; pienso que se trata de una falsa alarma; los alemanes no nos han dicho ni una palabra sobre ello, lo cual no se conciliaría con los compromisos del pacto». Al día siguiente, anotaba: «De Berlín, ninguna comunicación, lo que confirma que no ocurre nada dramático». Podía esperar sentado. El ministro de Exteriores del III Reich, Joachin von Ribbentrop, nada le había dicho y nada pensaba decirle. Hitler procedía con su aliado con la misma deslealtad con la que había establecido el Pacto de Acero el 22 de mayo anterior.
Mussolini no había buscado ese pacto; fue Hitler, durante su visita a Italia en la primavera de 1938, quien insinuó tal posibilidad, que se retrasó por consejo de Ciano. Pero durante el último año se habían estrechado las relaciones entre los dictadores: Mussolini –gracias a Hitler– cosechó un notable éxito internacional en la conferencia de Múnich, a costa de Checoslovaquia, y el apoyo de ambos a Franco había sido determinante para la victoria sublevada en la Guerra Civil. Por eso, el 7 de enero de 1939, Hitler estimó que tenía suficientemente camelados a los italianos como para replantearles el Pacto y envió a Mussolini un borrador, que el italiano aprobó con ligeras matizaciones.
Diversos imprevistos retrasaron la firma, por lo que Hitler envió a Hermann Göring a Roma para que presionara a Ciano y fijara una fecha inmediata, insinuándole que Hitler necesitaba urgentemente el pacto para resolver el problema de Danzig, pues contaría con el apoyo de Mussolini para buscar una solución que superara la resistencia polaca. El italiano intuyó el peligro de guerra e indicó al alemán que Italia necesitaría al menos un año para afrontar un conflicto de envergadura y, además, precisaría la ayuda del Reich en materia de armamento. Hitler accedió a esa demanda y despejó los temores de Mussolini: deseaba el Pacto con Italia porque reforzaría las buenas razones alemanas a la hora de negociar con Polonia. Pero su prisa era sospechosa: a comienzos de mayo de 1939, envió a Milán a Von Ribbentrop, donde le aguardaba el conde Ciano, que trató de dejar las cosas claras: Mussolini le había indicado que no podía implicarse en una guerra; necesitaba tres años para poner a Italia en condiciones de afrontarla. Ribbentrop alegó que a ellos les ocurría lo mismo. Un engaño vil: a esas alturas sabía que Hitler exigiría a Polonia la entrega del corredor de Dánzig y el fin del estatuto libre de la ciudad, so pena de invadirla.
Un párrafo envenenado
Finalmente, Italia decidió firmar. Ciano revisó el documento en Berlín junto con Hitler y Ribbentrop el 21 de mayo. La solemne firma del Pacto de Amistad y Alianza entre Alemania e Italia corrió a cargo de los dos diplomáticos el 22 de mayo de 1939. El ministro regresó a Italia triunfador porque el acuerdo dejaba a Mussolini las manos libres en el Mediterráneo siempre que no afectara a los intereses nazis... Pero en la euforia no se reparó en un párrafo envenenado que encadenaba a Italia a las iniciativas nazis: «Si en contra de los deseos y esperanzas de las partes contrayentes sucediera que una de ellas se viera complicada en hostilidades con otro Poder o Poderes, la otra parte contrayente acudirá inmediatamente en su ayuda con todas las fuerzas militares de tierra, mar y aire» (artículo III).
Hitler ya tenía lo que deseaba. El 23 de mayo, horas después de la firma, el Führer reunió en la Cancillería a los jefes de las diversas armas alemanas y de sus Estados Mayores para comunicarles que iba a terminar con el cáncer de Danzig y que, como Polonia no cedería, debían tener todo listo para invadirla, lo que supondría, probablemente, la guerra con Francia y Gran Bretaña, aunque quizá se lo pensaran ante el reciente Pacto de Acero. No concretó la fecha, aunque todos intuyeron que debían prepararse para una acción inmediata. En esa reunión Hitler insinuó a sus militares que estaba negociando con Stalin para evitar el temible «segundo frente».
Hacia el abismo
Hitler había disfrazado sus sentimientos sobre «el corredor polaco» y sobre Danzig porque tenía otras prioridades: la remilitarización, los Sudetes, el Anchluss, Checoslovaquia..., pero a finales de 1938 Berlín propuso a Varsovia que permitiera la apertura de un pasillo a través del «corredor» sobre el que se tendería una vía férrea y una carretera que comunicaran Pomerania con Prusia Oriental. Ahí se terminaron los paños calientes y comenzó la grave tensión internacional que alarmó a Ciano a comienzos de julio de 1939, según se dijo al iniciar el artículo. Tras una breve calma, el embajador italiano en Berlín, Bernardo Attolico, comunicaba a su ministro su sospecha de que Alemania se disponía a atacar Danzig en agosto, sospecha que confirmaba el consulado italiano en Praga. Solo sospechas, porque Hitler, mientras aprobaba los planes de ataque contra Polonia, seguía sin informar a su aliado. Mussolini tenía la esperanza de obtener un estado fidedigno de la cuestión el 4 de agosto, en la entrevista que ambos debían sostener en el paso alpino del Brennero, pero el Führer la suspendió días antes.
Con la diplomacia italiana en ascuas, Ciano solicitó una entrevista con Von Ribbentrop, que este aceptó el 9 de agosto. Dos días después, ambos ministros se encontraron en Salzburgo. La entrevista comenzó en tono muy cordial pero se fue avinagrando con el paso de las horas. Von Ribbentrop argumentaba que Varsovia debería ceder a las pretensiones del III Reich o Hitler tendría que declarar la guerra. Ciano, tratando de alejar ese horror, le recordó lo que ya le había dicho en mayo: Italia no estaba preparada para la guerra: «El pueblo está cansado, los depósitos de armamento, vacíos, la artillería, obsoleta, la escasa aviación no está preparada...». Razonó después que Hitler obtendría sus demandas en una negociación internacional, con apoyo italiano: «Hablaremos a ingleses, franceses y polacos. Les convenceremos a todos». Von Ribbentrop, agotado, cortó la argumentación de Ciano y enseñó sus cartas: «Ayer... quizá. Hoy queremos mucho más. Queremos la guerra». El 12 de agosto, Ciano se entrevistó con Hitler en Berchtesgaden. Fue una reunión tormentosa y humillante. Ciano repitió sus argumentos de la víspera y el grave riesgo que Berlín y Roma correrían en caso del ataque a Polonia, pues deberían afrontar la respuesta franco-británica. «Sé muy bien que no intervendrán... Y yo nunca me equivoco», replicó Hitler con su soberbia habitual. Aquella noche, Ciano, agotado y decepcionado, anotó en su diario: «Hitler ha decidido atacar y atacará... Reitera que la guerra con Polonia será local, pero su afirmación de que la gran guerra tendrá lugar mientras él y el Duce sean aún jóvenes, me induce a pensar que, de nuevo, está actuando con mala fe...». Luego, telefonó a su jefe y suegro, Benito Mussolini; deprimido, le comentó: «Dice que quiere el corredor, pero se va a quedar con la casa entera».