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Kareem Abdul-Jabbar, el gancho del cielo

Fue elegido número 1 del draft de 1969 por los Milwaukee Bucks y realizó una carrera que pasaría a la historia del baloncesto.

Kareem Abdul-Jabbar, el gancho del cielo
Kareem Abdul-Jabbar, el gancho del cielolarazon

Fue elegido número 1 del draft de 1969 por los Milwaukee Bucks y realizó una carrera que pasaría a la historia del baloncesto.

Pocas veces en la historia de un deporte hay un jugador que concite el respeto unánime entre los aficionados. Ese fue el caso del prudente, talentoso y cultivado Kareem Abdul-Jabbar, cuya estrella comenzó a brillar en 1969, cuando dio el salto a la NBA procedente de la Universidad de California (UCLA) y que, durante más de 20 temporadas consiguió la más impresionante colección de títulos individuales. Kareem patentó un movimiento imparable, el «sky hook», que es como pasarte el deporte que juegas, algo así como darle tu apellido al salto Fosbury y que haya que refundar el atletismo o ponerle tu nombre a una plástica acrobacia gimnástica. Pero logró algo más importante: tras anunciar su retirada, Abdul-Jabbar fue ovacionado en todas y cada una de las canchas a las que salió a jugar por última vez.

Kareem nació Lew Alcindor en Harlem (Nueva York, 1947) y siempre fue un niño diferente. Altísimo, introvertido y con esa pinta de reflexivo que las emblemáticas gafas le dieron siempre en la cancha. Las llevó como consecuencia de una lesión en la córnea sufrida durante un partido universitario. Cuando llegó a la NCAA simplemente arrasó. Tal fue su dominancia (ganó tres títulos nacionales) que basta decir que, a partir de 1967, con él en las canchas, la liga universitaria prohibió los mates. Se hartó de destrozar aros y disputó un «partido del siglo» que batió todos los récords de espectadores, 52.000 en el Astrodome de Houston, e hizo mucho por el deporte: fue el primer partido universitario televisado a escala nacional en EE UU. Cabe recordar que el baloncesto a finales de los 60 estaba dejando de ser un deporte de exhibición para apostadores, un espectáculo minotritario frente al baseball y al fútbol americano, verdaderas religiones originales.

Lew Alcindor llegó a la liga cuando se retiraba el mítico Bill Russel y el segundo año hizo campeón a un equipo recién fundado (el año antes) y que él pasó de banda a conjunto de profesionales. En sus primeros años, Lew leyó la biografía de Malcolm X y se convirtió al Islam. Recibió el nombre que le haría mundialmente famoso, tanto que no hace falta pronunciar el apellido para saber que hablamos de él, y siguió llevando al equipo a marcas imposibles. Pero digamos que Wisconsin no era el ambiente adecuado para sus inquietudes culturales y políticas. Recibió una llamada desde Los Ángeles para unirse a los Lakers, que acababan de perder a Wilt Chamberlain. Lo que sucedió después, los años del «showtime» con Magic Johnson (que le copió con su «baby hook») y sus legendarios enfrentamientos con los Celtics se resumen en seis anillos de campeón (los mismos que Michael Jordan) y un hecho apabullante: Kareem es el máximo anotador de la historia de la NBA, que disputó, con nobleza, hasta los 40 años.

Podría haber seguido metiendo ganchos, pero se dedicó al cine. En uno de esos delirantes choques de universos, Kareem, practicante de karate y conocedor de la filosofía oriental, protagonizó una película con Bruce Lee, «Juego de la muerte», en la que el personaje del baloncescista es derrotado por su sensibilidad a la luz del sol. No menos delirante fue su cameo en «Aterriza como puedas», en el que un niño le reprocha que, según su padre, «es el mejor», pero que «no defiende hasta que llegan los playoffs». Él se revuelve: «¡He oído esa mierda desde que estoy en la UCLA!». Después, Abdul-Jabbar ha vencido al cáncer y tiene una prescrición médica californiana para fumar marihuana. Incluso publicó un libro sobre el 761st Tank Battalion, una unidad formada por negros que luchó en la Segunda Guerra Mundial. Pero todo el mundo le recordará por su mano elevada hacia el cielo y, el balón rodando en el aire en la parábola perfecta.... y ¡chof!