Sección patrocinada por sección patrocinada
Libros

Libros

Karina Sainz Borgo: "No le di nombre a los poderosos; ellos ya tienen la historia contada"

Publica «La hija de la española», la novela revelación de este año, que se ha vendido a 22 países, una impactante obra que da cuenta de la durísima realidad que azota Venezuela.

Foto: Anuska Sandroni
Foto: Anuska Sandronilarazon

Publica «La hija de la española», la novela revelación de este año, que se ha vendido a 22 países, una impactante obra que da cuenta de la durísima realidad que azota Venezuela.

Marina Sainz Borgo llega a nuestra cita de negro riguroso. Se quita el abrigo y las gafas de sol –hay mucha luz y sus clarísimos ojos azules no la soportan bien– y aparece sobria y elegante enfundada en una falda plisada de cuero y un jersey de cuello vuelto. La melena impecable y el gesto adornado con una discreta sonrisa completan una imagen de mujer frágil nada real. Karina es de puro granito. Por eso no se ha roto al escribir una historia en la que caben tantos recuerdos de su Caracas natal. Poco después de sentarnos y de que la felicite por el éxito de su primera novela «La hija de la española» (Lumen), toda una sorpresa literaria en Frankurt, donde la compraron 22 países antes de que saliera a la venta en España, hablamos de la realidad en ese instante en Venezuela. «En el momento en el que esta conversación está ocurriendo –dice Karina–, Venezuela lleva 17 horas sin luz. No he podido comunicarme con mi hermana que es la única persona que tengo allá, porque no hay luz, no hay internet... No tengo ni idea de cómo está la gente».

–«La hija de la española» comienza con la pérdida de la madre de la protagonista, en un escenario caribeño, pesado e incluso carnívoro...

–Carnívoro –repite Karina pensativa– Sí. La versión más terrible de la depredación es ser carnívoro; y realmente es un mundo que salta sobre esta mujer. Así comienza la novela, con la pérdida de la madre de Adelaida. Y continúa con la invasión del hogar por La Mariscala, un personaje que es una alegoría del poder. Si la madre es la patria, lo propio, la casa, la pertenencia, ella es el mal. Y Adelaida le atribuye, además, cosas que no puede hacer, como que pueda ver a través de las paredes. Y luego sigue, por supuesto, con el encuentro con Aurora Peralta, la hija de la española, que es lo que conecta toda la historia.

–La historia transcurre en un mundo de exceso: el aire es sólido, los bichos son enormes, el olor es ácido e insoportable, la música no deja de sonar... ¿Así son sus recuerdos?

–Necesitaba resucitar ese mundo en un ejercicio nostálgico y catártico. Y escribía echando de menos todo aquello que era exuberante y terrible. Era y es, o era..., ya no lo sé. Creo que todo está tiznado de un hollín horroroso, como de polvo de crematorio. Pero yo quería retirar toda esa ceniza y tanta muerte y recuperar de alguna manera todo aquello que es exagerado. Porque las cosas huelen tanto y el sol calienta tanto que todo se pudre más rápido.

–En la escena de un entierro de malandro, en el que un par de chicas se restriegan contra un ataúd, que es una urna de latón, ¿se encierra parte de la tragedia venezolana?

–O caribeña. Porque yo intenté ensanchar la región. Que la gente no supiera dónde ocurría, para que no pensara en el lugar sino en los hechos. Nadie piensa dónde ocurre Antígona. Y Ricardo III es un hombre perseguido por los que mató, no piensas dónde está. Yo intentaba que fuera más importante lo que ocurría que el escenario y no quise darle nombre a los poderosos porque ellos ya tienen la historia contada. Las de las muchas Adelaidas Falcón no lo están.

–Ya. Por eso su historia podría ubicarse allá donde unos cuantos afectos al poder se creyeran poseedores de todos los derechos, ¿no?

–Es que una de las cosas que yo tenía ganas de hacer era retratar procesos totalitarios, no solamente en lo político, sino la propia convivencia humana, el que oprime, el que intenta sobrevivir pese a todo lo que le golpea. Realmente es un tema de supervivencia.

–Una supervivencia que usted liga al mar y a la emigración...

–El mar es muy importante en esta novela. Adelaida dice: «El Atlántico es un mar donde la gente dice adiós». La historia está llena de españoles y europeos que atravesaron el atlántico en la posguerra y que sesenta o setenta años después hacen el camino inverso. Y de la mezcla del país que se hizo con las manos de mucha gente que no pertenecía, que no miró atrás y lo hizo suyo, el país les expulsa. Por eso Adelaida dice que uno es del lugar donde están enterrados sus muertos. Y no quiere atarse a una tierra que la expulsa, que es una picadora de carne. También dice que el mar es un quirófano porque te abre y no vuelves a ser el mismo. Y lo dice no siendo española, pero deseando asumir un pasaporte español para irse.

–Todo parece tan real que da miedo.

–Y lo es, excepto el nudo central. Y no sería inverosímil, porque la vida vale tan poco que tú puedes encontrar cadáveres en la calle y me parecía ideal que lloviesen muertos del cielo... Los secuestros y torturas son reales. Me encargué de revisar cada dato. Pensé: «Si lo hago verosímil, si estoy muy segura, puede que consiga que sea homologable».

–¿Quería hacer periodismo o literatura con este libro?

–Nunca los he visto como categorías excluyentes. La novela es periodística en tanto que la prosa es muy directa. La angustia de que el lector se fuera me llevó a diseñar un aparato que fuera muy vertiginoso y al tiempo contara las cosas con demora. Pero tiene ambición literaria en el sentido de la estructura, de que el dato no es importante, está escondido: no hay nombres, no hay años... No hay vocación de relatar, denunciar o explicar un proceso específico, sino de hacer una alegoría tremenda.

–Cada frase de su novela es para subrayar, pero escribe usted a balazo limpio. ¿Eligió olvidarse de la lírica y contener el lenguaje?

–Es una historia árida donde lo más potente tenían que ser las imágenes. En un lugar que está en completa demolición, recrearse y hacer piruetas no cuadraría, sería como contradictorio respecto al espíritu del libro que es de supervivencia, de alguien que quiere sobrevivir y siente la culpa del superviviente. Glosarlo hubiera sido complicado.

Personal e intransferible

Karina Sainz nació en Caracas en 1983. Está soltera, no tiene hijos, se siente orgullosa «de no haberme devuelto» y se arrepiente «de no haberme ido más joven». Perdona y ha descubierto con sorpresa «que las cosas finalmente se olvidan». Le hace reír: «¿Con qué me río? Me río poco, la verdad». Llora «con la Callas, Coetze, las buenas novelas y, en general, con las cosas que son completas. Siempre digo que voy a los teatros a llorar a oscuras». A una isla desierta se llevaría «El Quijote»; su manía es «el orden en los libros, no soporto que me los toquen», le gusta beber «cerveza. Soy un tiarrón» y tiene una debilidad exagerada «por las aceitunas y el picante». Sueña «con perros negros y serpientes», de mayor le gustaría «ser libre» y si volviera a nacer sería «lo mismo».