Kevin Costner se sube de nuevo a un caballo y no para de llorar
La jornada ayer en Cannes estuvo marcada por la nueva película del también actor, un western de tres horas, y por el último filme de Cronenberg; ambos defraudaron
Cannes (Francia) Creada:
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A Kevin Costner se le saltaron las lágrimas en la gala de presentación del primer capítulo de “Horizon: An American Saga”, su nuevo, elefantiásico western, que se estrenó fuera de concurso en Cannes. No sabemos si lloraba pensando en la hipoteca de su rancho en Santa Barbara, cien millones de dólares invertidos en su carísima vuelta al ruedo como realizador, o si de la emoción de pisar la alfombra roja del festival por primera vez. Si su carrera como director está asociada al western (la oscarizada “Bailando con lobos”, “Open Range”, incluso “Mensajero del futuro” lo es a su manera), y si como actor ha transitado el género reencarnando la estolidez de los cowboys clásicos (“Silverado”, “Wyatt Earp”), es lógico que “Horizon” parezca la culminación megalómana del proyecto de su vida.
La saga en cuestión está compuesta por cuatro películas. La primera dura tres horas y se estrena en junio. La segunda, en agosto. Las dos restantes, están en el aire. A este crítico le pareció que “Horizon” quiere ser una versión expandida de “La conquista del Oeste”, pero su principal problema es que está concebida como si fuera una serie de televisión, ergo vimos algo similar a un episodio piloto, con un epílogo en forma de “continuará” incluido. La historia sigue a los colones blancos viajando hacia el Oeste, ocupando territorio de, señaló Costner en rueda de prensa, “pueblos que llevan allí más de 15.000 años”. Y añadió: “En la consistente marcha a través de América, hemos destruido más de 500 culturas”. En esta primera entrega, hay dos graves problemas: por un lado, la coralidad episódica de las situaciones se corresponde más a una atomizada, anecdótica puesta de largo de los personajes de una miniserie que a un relato compacto (Costner tarda una hora en salir a escena), y, por otro, el tratamiento de los Nativos americanos, muy propio del western clásico, es ideológicamente discutible, sobre todo en su sangrienta primera aparición. Habrá que ver si, en sus futuras entregas, este deslavazado, monumental western corrige el retrato estereotipado de los indios. Esperamos que sí: Costner lo consiguió con notable alto en “Bailando con lobos”.
El mito de la conquista de América se perpetúa, en su versión mefistofélica, cuando nos acercamos a la figura de Donald Trump, que Ali Abassi aborda en “The Apprentice” centrándose en los años en que se hace millonario a partir de una política voraz de negocios inmobiliarios a cuál más faraónico. Para darle un hilo conductor a lo que podría haber sido una biografía al uso, la película se apoya en la evolución de su amistad con el abogado Roy Cohn, tiburón sin escrúpulos que educa a Trump en las sucias estrategias de combate que, décadas más tarde, le llevarán a la presidencia de los Estados Unidos. El filme, que toma prestado su título del ‘reality’ que presentó Trump en la NBC en 2004, relata lo que parece un proceso de transferencia de maldad: a medida que Trump deja de ser aprendiz, Cohn va perdiendo su poder sobre él. El desmesurado éxito de uno, acompañado por el absoluto desprecio por todos aquellos que no están a la altura de sus ambiciones, se traduce en la decadencia del otro, homosexual en el armario que acabó muriendo de SIDA camuflando su enfermedad hasta la tumba. Lo que, inevitablemente, funciona a un nivel dramático -apoyándose en un ritmo anfetamínico y las inspiradas interpretaciones de Sebastian Stan y Jeremy Strong-, resulta más discutible a poco que lo sometamos a un mínimo escrutinio. Es muy fácil convertir en villano a Donald Trump, teniendo en cuenta la energía negativa que desprende su capital simbólico en el imaginario popular, y es un poco tramposo hacernos sentir compasión por un ser tan abyecto como Roy Cohn, por muy amigo de sus amigos que le gustara ser.
David Cronenberg perdió a su mujer, Carolyn, en 2017, después de una larga enfermedad. El periodo de duelo fue largo y doloroso: de ahí surgió el proyecto de una serie, titulada “The Shrouds” (Los sudarios), que Netflix aprobó. Pero cuando leyeron el guion del piloto, se arrepintieron, y Cronenberg adaptó la historia original al formato largometraje, con el que compite por séptima vez por la Palma de Oro. El resultado es muy decepcionante.
En 2021, Cronenberg dirigió un corto de un minuto de duración, “The Death of David Cronenberg”, en el que el cineasta se encontraba con su propio cadáver en su cama. Acababa abrazándolo, y la confusión entre los dos rostros era perturbadora: imposible distinguir cuál era el vivo y cuál el muerto. El miedo a la muerte -o la muerte como puerta a otra dimensión de la carne- es uno de los temas recurrentes de la filmografía de Cronenberg. Esa fascinación, en la que el duelo participa de una relación con la imagen del cuerpo descompuesto del ser querido, es el motor narrativo de “The Shrouds”. La idea tiene un fantástico potencial, pero muy pronto descubrimos que se queda estancada en una trama donde una supuesta conspiración, un jardín de senderos que no paran de bifurcarse, implican al protagonista, propietario de un cementerio cuyas lápidas-pantalla permiten observar los cadáveres de nuestros muertos (Vincent Cassel, clavadito físicamente a Cronenberg), a su hermano, a la hermana gemela de su mujer y al fantasma de su esposa fallecida (ambas son Diane Kruger). La conspiración es un tema típicamente cronenbergiano, pero aquí solo es un pretexto para enmascarar algo más grave: que la complejidad metafísica tan afín al discurso del cineasta canadiense brilla por su ausencia, como si hubiera hecho suyo aquello que decía el filósofo Vladimir Jankelévitch al definir el instante mortal, “el movimiento de nada hacia ninguna parte”.