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Extraterrestre

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larazon

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«Cómo aprender a oír de nuevo todo», escribió Manuel Padorno en «Desnudo en Punta Brava» (1990), un libro clave tras su retorno a las Islas, luego de décadas en Madrid. Si en su primera obra esencial, «A la sombra del mar»(1963), tanteaba la bahía insular como el hábitat de su poesía («El mar mi casa, muro»), ahora se pertrechaba como definitiva residencia en el agua: la primera vivienda («sólo visible para alguien dormido») de lo que llamó la «comarca cultural atlántica». Los elementos allí concitados, todavía «verbales», se organizan ahora de forma luminosa y matérica hasta componer un universo compacto («árbol de luz», «pez de luz», «la carretera del mar»...», que el poeta esculpe con originales sinestesias, bisemias o quiebros de sintaxis, hasta dar con su más exclusivo y prioritario rasgo: la ofrenda de la poesía como un espacio habitable.
Es lo que enseña este sobrio y lujoso volumen – «container» del primer tomo de sus «Obras completas», al que seguirán el segundo, hasta el póstumo «Edenia»(2007), este año, y un tercer libro, en 2018, con mil páginas de inéditos...–. Como señalan Jaime Siles, en el preliminar, y Alejandro González, en la introducción, Padorno fue un poeta demasiado singular para encajarlo, sin más, en la Generación del 50. De hecho, Miguel Casado lo ha inscrito, junto a Gamoneda, Crespo, Atencia o el también canario Luis Feria, en lo que denomina «el otro 50». Siempre he querido ver un cierto parangón entre los trigales de Claudio Rodríguez y el oleaje padorniano como pretextos para una reflexión universal. Pero, afín a ciertas individualidades latinoamericanas (Lezama o Juarroz), y a las artes plásticas europeas, se ve ahora un pleno andamiaje marítimo-solar que hace de Manuel Padorno un poeta, en rigor, «extraterrestre».