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Javier Gomá: «Propondría al Gobierno que multara los anuncios con exceso de sensiblería»

Javier Gomá / Filósofo. ¿Qué perdura de un individuo? El pensador repara en la figura de Cervantes como modelo de imagen de la vida –representado en tres cuestiones: idealismo, humor, cortesía– y reflexiona sobre el duelo y la pérdida familiares en un volumen que reúne tres ensayos y un monólogo teatral, «Inconsolable», pieza esencial que supone su salto del ensayo de raíces filosóficas a la escena.

Javier Gomá, filósofo
Javier Gomá, filósofolarazon

Lo reconoce él mismo: «Filosofía mundana» es su concierto de cámara, y la «Tetralogía de la ejemplaridad», su sinfonía. Llegaba la hora de pasar página, que siempre es un momento esencial. En ese instante de detenerse y mirar hacia atrás, percibió que todavía quedaba algo que «rebañar». El resultado es «La imagen de tu vida» (Galaxia Gutenberg), donde reúne tres ensayos y un monólogo dramático, «Inconsolable», que se representará en el teatro próximamente y en el que reflexiona sobre la pérdida del padre. «Es un libro que siempre estará dentro de mi corazón», comenta.

–¿Sintió pudor al escribir sobre su padre?

–En el monólogo realizo una ironía sobre la filosofía maleducada, esa literatura cuya legitimidad es la sinceridad. Parece que si eres sincero debes encontrar la simpatía o la solidaridad del lector. Pero no me parece suficiente ni un valor absoluto. Prefiero la literatura que, más que premiar la sinceridad, premia la universalidad. La sinceridad está basada en que cada individuo es diferente y tiene su propio secreto. La sinceridad revela ese secreto. Frente a dicho esquema, yo prefiero hacer hincapié en lo que nos hace semejantes y no diferentes, en la universalidad de la experiencia: la orfandad, el duelo. Lo que más me interesa de mí mismo es lo que comparto con los demás. En el monólogo, pongo el acento más en aspectos universales que en los privados.

–¿Somos una sociedad poco acostumbrada a la muerte?

–La muerte está por todas partes: en los telediarios, la películas... Lo que está ausente, no es la muerte como hecho biológico, sino la mortalidad, que es la conciencia de nuestra condición, algo a lo que nos resistimos de manera instintiva. Como dice Spinoza, somos una pulsión de vida. La muerte es un escándalo difícil de asimilar. Es lo contrario de lo que somos, que es vida. La muerte, como hecho biológico, como hecho repetitivo, nos invade todos los días: guerras, atentados... Pero la conciencia moral de nuestra condición y la consecuencia que tiene sobre nuestra vida que seamos mortales, que es un conocimiento exclusivo del hombre, eso sí que se nos resiste.

–¿Qué le debe a un padre?

–Mientras no nos emancipemos del carácter biológico y de la herencia que hoy todavía es la paternidad, lo cierto es que tenemos una persona que está ahí antes de que tú puedas decir «papá» o «mamá». Es una figura configuradora, que da forma a tu ser inconsciente. Tu padre te da las gafas para ver el mundo. Esa fuente del subconsciente sólo puede describirse como mitológica y los mitos están poblados por héroes ejemplares, paradigmáticos, creadores de normas, que después puedes cuestionar o transgredir, pero que no debes ignorar. La paternidad es una fuente de energía psíquica, y, por tanto, una fuente de potencial conflicto.

–Los padres pierden autoridad en esta sociedad.

–Pongo como ejemplo que ilustre la importancia de la ejemplaridad en la transformación de la paternidad. Durante milenios, fue un principio jerárquico. Quien era padre, no sólo tenía una autoridad de hecho, fundada en el derecho, el dinero y el conocimiento de adulto, también era un principio absoluto, respaldado por un mandamiento de la ley de Dios. En tu conciencia sabías que debías respetarlo: «Honrarás a tu padre y tu madre». Desobedecer a tu padre o madre no sólo tenía consecuencias jurídicas o sociales, te provocaba una escisión interior, porque ibas contra Dios. Es la época en que un padre podía decir: «Esto lo haces porque soy tu padre», invocando el principio de autoridad. Hoy, uno difícilmente puede decirlo. O invocar su autoridad, porque la gran transformación de la cultura de los últimos cincuenta años es el cuestionamiento del principio jerárquico y de autoridad. Ya no es suficiente para los políticos decir: «He sido elegido democráticamente». Ahora necesitan una legitimidad de ejercicio: la ejemplaridad. Ahora no le basta decir ya «soy tu padre», que es un hecho biológico, sino que debe ser una potestad moral. Quien ostenta poder hoy, aparte de legitimidad de origen de él, tiene que demostrar una legitimidad de ejercicio de esa potestad. Debe convertir la paternidad en una función moral. El hijo obedecerá a su padre si él percibe que su padre es un ejemplo moral de su potestad. Eso generará confianza en él. Si se añade el prestigio de edad o social, el hijo se inclinará a obedecer.

–¿No se abusa de la sensiblería para expresar las emociones en las películas o en la publicidad?

–Yo propondría al gobierno que, además de imponer a un impuesto a las bebidas azucaradas, también lo hiciera a los anuncios azucarados que se basan en un exceso de sensiblería elemental, casi abusiva. El elemento emocional es muy importante. Si hay una tarea por hacer es de la emoción sentimental del ciudadano democrático. Ser ciudadano no es sólo ser un individuo autónomo, autolegislador, mayor de edad. Ser ciudadano es tener un corazón educado y aceptar que el corazón puede ser educado y que los sentimientos no son emotividades irracionales, como tanta gente asume, y que afirman: «Si yo lo siento así, tengo derecho a expresarlo». Pues claro que tienes derecho expresarlo, pero eso no quiere decir que tengas el corazón educado. Y cuando lo expresas de esa manera lo único que manifiestas es tu vulgaridad moral. Es importante comprender que la ciudadanía, que es la oposición natural a los contrapoderes, debe tener una visión culta y un corazón educado. La publicidad y la mercadotecnia que trata de explotar la emotividad puede provocar rechazo en un corazón educado, sobre todo, cuando se pretende hacer una manipulación con fines comerciales.

–Habla de la vida ejemplar. ¿Cómo explica que haya salido Trump, que es misógino y odia a los latinos?

–Hay una respuesta estructural y otra circunstancial. La circunstancial es la crisis, que produce el desprestigio del sistema. En España lo hemos visto con el nacimiento de los dos movimientos antisistema: el independentismo y el ideológico, la izquierda radical. En EE UU ha habido un desprestigio del sistema, que, además, nunca ha sido muy prestigioso allí. Es el sistema parlamentario, burocrático, los medios de comunicación oficiales, a lo que podríamos llamar cierto cosmopolitismo, el que representa Obama, es un lenguaje civilizado, la paz, los valores universales, una globalización moral y no sólo económica, y la aceptación del principal valor cosmopolita: sólo existe un principio de dignidad y sólo existe una raza, la humana, y lo demás es accidental. Eso requiere una educación del corazón. Aceptar que las determinaciones de raza, género, cuna, religión, lenguaje o territorio son limitaciones accidentales, que lo sustantivo es la dignidad individual, y que sólo existe una realidad, la humanidad, requiere una educación sentimental que está en parte por hacer. Frente a momentos cosmopolitas existen otros casticistas, como el Brexit y el repliegue frente a la universalización.

–¿Y la respuesta estructural?

–La democracia, como proyecto colectivo, es un éxito sin precedentes, pero los individuos de ese proyecto sienten descontento. Buscan el sentido de su vida. La democracia como proyecto colectivo es felicidad, prosperidad. Éste es el mejor momento de la vida universal, pero a la vez, los miembros de esos proyectos jamás habían sentido mayor desaliento. Se trata de una paradoja: éxito colectivo y frustración individual. Y eso se proyecta en las instituciones. Buscan en la política emociones, pasiones calientes, la lucha contra el aburrimiento, la canalización de su desprecio, su hastío y su descontento. Esta causa es estructural a la democracia. La cuestión es cómo canalizar la frustración que produce vivir en el mejor momento de la historia y ser felices. Tendemos a proyectar estas emociones contra las instituciones. Lo que tiene que ver con la educación del ciudadano en la época democrática. Hay que educarlo para que la búsqueda del sentido de su vida esté residenciado en su corazón y no lo busque en las instituciones políticas, que no lo deben salvar o ayudar a encauzar su resentimiento, porque su objetivo es la convivencia pacífica y ahí el aburrimiento es importante y positivo. Pero no es así. Tenemos algo de niños malcriados, y, al sentir frustración, infelicidad y descontento, buscamos culpables.

–La sociedad para ser feliz necesita tener objetos, acumularlos.

–La felicidad no es de este mundo. Se diseñó en una época que ya no es la nuestra. Para los griegos la esencia moral de una persona es la felicidad, es alcanzar la perfección. Tenían la idea de que todas las personas persiguen una finalidad y cumplirla es la felicidad. La modernidad es aquel momento en el que el individuo que pertenecía al cosmos antiguo se segrega y se constituye él mismo en una nueva totalidad. Segregado ya del cosmos antiguo, se encuentra con una dignidad de origen y una indignidad de destino, que es la muerte. Esto describe la tonalidad de la subjetividad moderna. Qué perfección se puede atribuir a una entidad, el individuo, que tiene una dignidad que merecería perdurar, pero que es castigada con la indignidad de la muerte. Aquí nace el concepto del sentido de la vida. Su búsqueda surge porque añoramos una época en que la perfección era posible. Somos conscientes de que preferimos ser infelices a nuestra manera que felices de una forma robotizada, masificada, deshumanizada. Por encima de ser feliz, está ser una individualidad consciente. La felicidad no es de este mundo. Y estoy cerca de lo que se puede ser feliz en este mundo. La vida ha sido injusta conmigo para bien. La felicidad hoy, para mí, es la deportividad, sentir que la vida es un juego, y que hay que intentar divertirse y aceptar las derrotas ocasionales y la final.

–Afirma que el peligro anima la solidaridad y la amistad. ¿En nuestro mundo, sin enemigos, desaparecen esos valores?

–La virtud durante milenios estuvo asociada a la violencia. Ser virtuoso era probar el valor en el combate y ganar, y la victoria militar producía legitimidad, desde julio César hasta la Guerra Civil. Después de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos occidentales segregaron esa ecuación entre virtud y violencia y pusieron juntos, ojalá que para siempre, virtud y paz. La violencia hoy está demonizada en casi todas sus manifestaciones, no sólo física, también verbal, cultural... Lo malo es que hayamos expulsado la violencia por la puerta principal, pero que entre por la de servicio. Y que en ausencia de un enemigo exterior, estemos creando uno interior, o usando un lenguaje bélico, como sucede en la política española, donde no hay adversarios, sino enemigos, y donde se aspira, no al juego democrático, sino a la destrucción del otro. Como si en ausencia del enemigo exterior, se esté produciendo un antagonismo bélico en el interior. Y eso lo vemos en determinadas políticas que parece que utilizan metáforas militares para referirse a aquello que debería ser un limpio juego democrático.

El futuro de la verdad

Javier Gomá reflexiona sobre la verdad, que hoy pasa por un momento difícil, y dice que «desde que existe el poder, existe su instrumentalización. Aristóteles dice que hay tres clases de poder. Si el poder es de uno, es monarquía; si es de varios, aristocracia; si es de muchos, democracia. Y se refiere a su degeneración: si es de uno, despotismo; si de varios, oligarquía; si de todos, demagogia». La pregunta sería: ¿la corrupción del modelo adquiere nuevas formas en la cultura contemporánea? Sí. La ciudadanía ha alcanzado la mayoría de edad, es libre y tiene capacidad para expresar su voto. La democracia establece nuevas formas de dominación y de instrumentalización. Luego está internet, que favorece ciertos comportamientos y también es usado por el poder».

«La imagen de tu vida»

Javier Gomá

Galaxia Gutenberg

144 págs., 18 euros.