La cochina tuvo la culpa
Y en el principio fue el atropello de un mamífero de rechonchas patas. Un arranque de novela que bien pudiera ser el final de otra anterior no escrita (y acaso por abordar). Javier es un neurólogo que huye sin destino con la mochila vital plagada de remordimientos y culpas. En esa escapada a ninguna parte atropella a una jabalina, matándola en el acto y destrozando su todoterrero. Ahí concluye un tramo de su vida y comienza esta historia. Unos lugareños le auxilian y cobijan, entre los que se encuentra Marina, mujer de oculto pasado que le ofrecerá su techo hasta que le arreglen el coche en el taller del pueblo cercano. Y en esos parajes de montaña circundados por un infinito horizonte que se dibuja tras un pantano que engulló al antiguo pueblo de la comarca, nuestro protagonista queda prisionero, al tiempo que trata de desenmascarar el objeto de su huida así como los turbios recovecos de las existencias de sus anfitriones.
Las reglas del juego
Varias son las innegables propuestas de Berges: en primer lugar nos invita a perdernos en el Pirineo aragonés, y, más en concreto, en la ficticia Sinia. Apenas arranca el texto, y ya muerta la cochina, el protagonista se descubre sentado frente a un campeonato de cartas, como si el autor estuviese planteando al lector: «¿Te atreves a jugar conmigo y bajo mis reglas?»... Y, puestos a elegir, ninguna propuesta de naipes tan genuinamente aragonesa como el guiñote. Cartas, el azar como simulacro de la vida donde matas, te matan, eres conquistado... Eso es lo que parece interesarle de este entretenimiento de mesa al narrador: que practicas, experimentas, pero todo es mentira, todo impostura. Durante los nueve días que el neurólogo pasará en las montañas comprenderá que los seres humanos formamos parte de la naturaleza y nos regimos por instintos ancestrales; asistirá a los misterios del enclave como el eterno clavel blanco en la casa de Marina y la bolsa de golosinas que aparece y desaparece... Y también habrá amor, claro está. Como base de la inmortalidad en tanto que es lo contrario a la muerte, sin olvidar la imagen especular, representada por el pueblo anegado.
Novela de segundas oportunidades y de redenciones, pone su innegable veta humorística al servicio de una visión amablemente crítica de la sociedad. Siempre sin caer en el sketch ni en la vana comicidad o el gratuito chiste. Digamos que se ha permitido no evitar el humor en esa narración que consagra al zaragozano como gran contador de historias, modelador de tramas y constructor de sólidos personajes. No son pocos los escritores que se conforman con publicar recuelos de sopa de ganso. Berges no es así. Este exigente novelista cava en la linealidad de los hechos para crear una dimensión distinta y una atmósfera propia que resulta un cortocircuito entre las emociones y el humor; lo apacible y lo destemplado.