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URSS, 1937: el año del diablo

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • Toni Montesinos

    Toni Montesinos

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Poco a poco, una de las masacres humanas y regímenes autoritarios más espeluznantes de un siglo XX dominado por la atención dada a la demencia nazi, el Holocausto y los campos de exterminio, cobra espacio a través de estudios, papeles recuperados e incluso novelas. Décadas y décadas de horror soviético transcurridas, de los gulags más crueles que puedan imaginarse, pero ahora, el estudio más imponente de las maniobras gubernamentales de la URSS en contra de su propio pueblo –otros trabajos se han enfocado en la violencia ejercida a escritores y artistas– se centra en doce meses prácticamente, los que dieron forma a 1937, y una ciudad, Moscú. El resultado, un libro tremendo tanto por su dimensión historiográfica como siniestro y esclarecedor por todas las atrocidades que se cuentan: atrocidades reales que hay que conocer más a fondo porque incluso desde la propia Rusia se ha ido generando un cierto, extraño silencio. «A las tragedias humanas de la Unión Soviética en la década de 1930 jamás se les concedió la atención y el interés que cabría esperar de una opinión pública que había estado expuesta al horror de los crímenes nacionalsocialistas», dice Karl Schlögel en la introducción.
Cifras escalofriantes
«Predominaba, en ese sentido, una curiosa asimetría. A un mundo que había grabado en su memoria nombres como los de Dachau, Buchenwald y Auschwitz se le hacía difícil tratar con nombres como los de Vorkutá, Kolymá o Magadán. Se había leído a Primo Levi, pero no a Shalámov. Fue así como las víctimas de Stalin sufrieron una segunda muerte, esta vez en la memoria». De modo que las consecutivas dictaduras sanguinarias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hicieron de la patria, como diría Izraíl Métter, «un campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados». Un experimento social verdaderamente sangriento en el que el destino de millones de ciudadanos quedó maltrecho y del que Schlögel presenta datos tan fríos como desgarradores: en un año, al arresto de cerca de dos millones de personas, setecientas mil de ellas asesinadas, y casi 1,3 millones encerradas en campos de concentración y colonias de trabajos forzados. No en vano, Deborah Kaple, editora y traductora de las memorias citadas de Mochulsky, escribió que «el gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado». El mismo que Aleksandr Solzhenitsin, en «El archipiélago Gulag» (1973), empezó a denunciar, arrojando luz sobre la llamada «reeducación» promulgada por el Gobierno soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos» para denigrar o hacer desaparecer todo aquel sospechoso de estar contra el poder establecido; así, Lenin y Stalin, con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, segarían entre los años 1921 y 1953 la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos.
Schlögel recurre para iniciar su ensayo al final de la novela de Bulgákov «El maestro y Margarita», relacionada directamente con aquel 1937, en el cual la gente «desaparecía» sin más, sin que se dieran explicaciones, incluidos ex líderes políticos e intelectuales, y sigue adelante contándonos cómo era el Moscú de la época, que Stalin quiso reconstruir, y cómo el Gobierno quiso limitar la inmigración del campo a la ciudad. El asunto poblacional resultaba verdaderamente complejo: por culpa de la Primera Guerra Mundial y de la subsiguiente guerra civil, habían muerto 15 millones de personas, y después, con la hambruna que se produjo por la colectivización, habían perdido la vida otros ocho millones, leemos, a lo que se tendría que añadir a los encarcelados y fusilados. Hacia la manera de entender cómo era el pueblo ruso en aquellos tiempos y la forma en que sufrió se había encaminado el autor en otras investigaciones ayudándose de documentos que, antes o después, desembocaban en 1937, ya fuera estudiando la modernidad de San Petersburgo, a los exiliados rusos en el Berlín de entreguerras o el fin de la Unión Soviética. Ningún monumento de homenaje a todos esos muertos encontró Schlögel, por más que fuera imposible dar con una familia moscovita que no tuviera alguna víctima en su pasado. En ellas se cebó el Terror desde el Partido para intimidar a quien osara concebir la más mínima crítica: «Personas seleccionadas y asesinadas de manera planificada, respondiendo a criterios sociales y étnicos», muchas de ellas producto de detenciones masivas para lograr confesiones «que más tarde serían presentadas ante la troika. Ello, a su vez, garantizaba decenas de condenas en cada sesión (casi siempre nocturnas); el récord en este sentido lo alcanzó la troika de Omsk el 10 de octubre de 1937, con 1.301 condenas por sesión». Entre el año estudiado y 1938 los órganos de la Seguridad del Estado arrestaron a un millón y medio de personas por razones políticas, un 85 por ciento de las cuales fue condenada.
Estas y otras estadísticas, sin embargo, estarán lejos de no repetirse a partir de ese año. La «bacanal de la autodestrucción», como la llama Schlögel en el epílogo, seguirá las décadas siguientes. Y también el silencio, el encubrimiento, el miedo.