Verso agorafóbico
Sentirse un «homeless» en el propio hogar (también está cara la luz del pensamiento) es un síntoma de época que afecta al conjunto de la obra de Toni Montesinos, ya abundante y variopinta, entre la multiplicidad de géneros que practica (incluyendo la crítica literaria), con un secreto hibridismo entre todos ellos. Este denominador común es la soledad insularia, a menudo expresada como un dietario, que da cuenta de la claustrofobia (¿o ya indistintamente agorafobia?) y en el que aparece el viaje como un amago de redención. En «Diario de un poeta isleño», cuya tautología no puede ser más explícita, se extrema ese cerco insular y esa soledad, acaso porque es uno de sus libros más intimistas y propiamente poemáticos. Se abre con la visión de un padre moribundo tumbado en el sofá– al que se le dedicará luego una cruda (anti)elegía: «Que muera solo, tal como vivió»–, y se cierra en la estepa de Islandia, donde Papá Noel (ahora en paro postnavideño) no sabe cómo vencer «el tedio de la inmortalidad». Especialmente emotivo es el «Poema de mi hija mayor mirando el mar», donde el padre duda si abrazarla a sabiendas de que, tanto si se aparta como si la sobreprotege, corre el riesgo de repetir el mal ejemplo del abuelo. Ante tal muerte en vida, como señala el poemario, el único resquicio de salvación es que las paredes de la casa (del «homeless») estén forradas de letra impresa, aptas para la irredenta grafomanía.