En el fondo, todo ha sido José Hierro
La Biblioteca Nacional abre sus puertas al universo de este extraordinario poeta y Premio Cervantes con la muestra “Cuánto sé de mí. José Hierro en su centenario”
Creada:
Última actualización:
Evitando caer en el agravio comparativo del halago –el más, el mejor, el único que...–, es probable que la forma más agradecida de recordar la trascendencia de un poeta muerto no tenga nada que ver con loar las virtudes de su obra, sino con apreciar la honradez de su espíritu. Y en el caso de José Hierro, es algo que parece inevitable. “Fue un poeta de enorme integridad moral, cuya palabra muestra el testimonio de situaciones vividas por muchos, un lugar en el que nos podemos identificar y podemos buscar consuelo”, precisó ayer la directora de la Biblioteca Nacional, Ana Santos Aramburo, durante la presentación de la muestra “Cuanto sé de mí. José Hierro en su centenario (1922-2022)”, una exposición que recoge las primeras ediciones de todos los libros de poemas del autor madrileño, pero también una amplia selección de sus pinturas, así como ramificaciones visuales del archivo familiar y documentos personales.
Los escenarios destacados de su vida en Santander, Valencia o Madrid van configurando un mapa conceptual que ayuda a comprender mejor la voluntad testimonial de su manejo del verbo y la calidad histórica de sus ideas estéticas. Hierro fue heredero y víctima de su tiempo, representante de un estilo anticlásico, gran conocedor del encabalgamiento métrico y vertebrador de aquellos para quienes el mundo les es “un caos y una angustia”, y, la poesía, “una frenética búsqueda de ordenación y de ancla”. Con tan solo 17 años, al terminar la Guerra Civil y con los dientes de la dictadura encima, le detienen y le meten en la cárcel por colaborar con su padre, “alguien que no era rojo, sino de Azaña”, como solía bromear él mismo.
El pecado atribuido era pertenecer a una “organización de ayuda a los presos políticos” y sacar información del penal en las visitas que hacía a su padre, Joaquín Hierro, funcionario de Telégrafos que el 18 de julio de 1936 interceptó el cable con que la Capitanía Militar de Burgos quería sublevar a la guarnición de Santander. “Aquí podemos ver un diario inédito escrito en la cárcel entre 1941 y 1942 y un poema publicado en la revista ‘’La Isla de los Ratones’', cuyo lanzamiento no pudo disfrutar, ya que coincidió con su ingreso en prisión”, indica Juan José Lanz, doctor en Filología Española y comisario de la exposición, mientras señala con el dedo una de las primeras vitrinas con las que nos topamos durante recorrido.
El 1 de enero de 1944 el poeta sale de la cárcel de Alcalá de Henares y tras instalarse un tiempo en Valencia y participar activamente en epicentros de ebullición cultural del momento como la tertulia literaria del Café El Gato Negro, vuelve a Santander –territorio determinante en su juventud después del temprano traslado de sus padres cuando contaba con apenas dos años de vida, y empieza a colaborar con diferentes revistas, como la de la Cámara de Comercio, al tiempo que compagina otros oficios que le permitan ganarse el pan dignamente.
Desnudo junto al mar
En 1947, publica sus dos primeros libros de poemas en los que recoge su experiencia como encarcelado y su tono dolorosamente bello y alegórico, siempre bordeando entre el tormento de lo vivido y la proyección de un optimismo benévolo hacia lo que queda por vivir, y empieza a consolidarse: “Llegué por el dolor a la alegría. Supe por el dolor que el alma existe. Por el dolor, allá en mi reino triste, un misterioso sol amanecía”, retumba en el libro de “Alegría”. “Ahora puedo tocar tus lomas tiernas, el verde fresco de tus aguas. Ahora estamos, de nuevo, frente a frente como dos viejos camaradas”, ambiciona en “Tierra sin nosotros”, el primero publicado. Junto al desfile de versos, publicaciones en revistas, escritos, libros y fotografías de fascículos de vidas compartidas, llama poderosamente la atención la calidad asombrosa de la obra gráfica de “una de las figuras más destacadas de las primeras promociones poéticas de posguerra, junto a Blas de Otero, Gabriel Celaya o Ángela Figuera”, en palabras de Lanz. Collages, acuarelas de paisajes cántabros y varios autorretratos con trazos febriles y desdibujados que evocan vagamente la cólera de Bacon (Francis) y hablan de búsqueda y tiempo, pero también de sombra y luz. Deseaba que al morir, le pusieran desnudo junto al mar y le dejaran a solas con las aguas grises como escudo. Hace veinte años que cumplió su promesa y hay que ver con qué ruido se oyen todavía las olas.