Centenario
José Hierro: cien años, después de todo
El 3 de abril se conmemora el centenario del nacimiento del poeta, muerto hace veinte años, tras una exitosa andadura en la que se ganó el favor del público y de la crítica
Un día de 1993, en un simposio de Filología Española de la Universidad de Barcelona, en uno de los cursos, «El lenguaje poético desde Lorca a Valente», el profesor Adolfo Sotelo seleccionaba para su discurso, aparte de a los autores citados, a Luis Rosales, Blas de Otero, José Hierro. En ese momento, compartía con los presentes una reseña suya, publicada en «El observador», en que mencionaba «el sentimiento y la conciencia del tiempo desembocando en la voluntad de anclarse en el instante detenido y eterno, como imposible punto de llegada». Por entonces, teníamos al alcance «Cuanto sé de mí», hasta el momento la poesía completa de Hierro en la editorial Seix Barral. Sotelo daba la clave para asimilarla: «alucinación o expresión vaga de emociones que buscan salvar el instante, detenerlo vivo». La memoria como perpetuo presente.
Pues bien, otro día cualquiera, en la prensa aparecía un artículo de Juan Cruz titulado «La poesía ya no es un valor de cambio» –que incluía una fotografía de Hierro–, «y no lo es –decía– como lo fue en el romanticismo, cuando uno memorizaba un poema para recordar una emoción». Es el Hierro que, por ejemplo, había aparecido en el volumen «Poesía social», la antología de Leopoldo de Luis en la que el poeta del que se cumple el centenario de su nacimiento dijo verdades sin fecha de caducidad: «Los temas no se arrinconan mientras haya un poeta verdadero que acuda a ellos. Los temas no pasan, sino las modas. Mientras duran, prosperan a su sombra los mediocres barnizados de novedad. Cuando pasan, son los auténticos los que desaparecen bajo el alud de los imitadores».
En uno de sus poemas, «Respuesta», Hierro decía de esta forma tan emocionante: «Quisiera que tú me entendieras a mí sin palabras. / Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente. / Que tú me entendieras a mí sin palabras / como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde».
Otras piezas que fueron muy celebradas fueron «Réquiem», o aquellas que regalan títulos tan maravillosos como «Canción de cuna para dormir a un preso», «Teoría y alucinación de Dublín», «Mis hijos me traen flores de plástico», «Prólogo con libélulas y gusanos de seda», «Don Antonio Machado tacha en su agenda un número de teléfono» o «Lope. La noche. Marta». Un poema este en que imaginaba al gran dramaturgo y Lope de Vega, ya en edad anciana y en su fase eclesiástica, abriendo una ventana para que penetrara el ambiente nocturno, y declarando su pasión por una mujer (su última amante, para él resumen ella de todos sus amoríos) que ha perdido la vista y la capacidad de raciocinio. «Abre tus ojos, Marta, que quiero oír el mar», se acababa leyendo en esa pieza, una de las más largas y emocionantes del autor madrileño.
Hierro murió un sábado de diciembre. Fue el momento de recurrir a Gonzalo Corona, que en «Antología poética 1936-1998» (Espasa Calpe, 1999) afirmaba: «José Hierro defiende una concepción romántica y medieval del arte: autenticidad, inspiración, emoción, espíritu, fondo, subjetividad, autobiografía... sin olvidar que el arte es testimonio de un tiempo concreto y de una época». En LA RAZÓN del día siguiente, salía una fotografía de Hierro y su calva desenfocada en un fondo negro, sobre el que además se destacaba el ingenioso poema acerca del todo y la nada que escribió para incluir en «Cuaderno de Nueva York»; era un soneto cuyo primer cuarteto decía: «Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada». Al lado, además, Joaquín Marco señalaba versos oportunos, habida cuenta de la desaparición del autor, del «Libro de las alucinaciones»: «No cantaré nunca más. El canto / se me ha secado en la garganta. / Se ha dormido en mi corazón / como una rosa».
En aquellas fechas de su muerte se elogió a Hierro de forma enorme, en especial por aquel conjunto de poemas que contenía algunos textos en torno a la Gran Ciudad y que se encumbró en las listas de ventas; fue el libro que le reportó una inmensa popularidad: el poeta llegó a aparecer en la televisión y en un dominical mientras escribía en el bar de barrio en el que solía concentrarse entre el ruido de la vida. Se trataba, desde luego, de un reconocimiento de sobras merecido, aún más si cabe por llegar en medio de la moda de la poesía hermética, alejada de la emoción de la existencia sencilla y humana.
«Desde el comienzo mismo, la poesía de Hierro aborda los temas metafísicos a partir de recuerdos concretos. Escenarios y remembranzas personales son traídos de nuevo a la memoria y transformados poéticamente con vistas a comunicar a través de ellos temas tales como el paso del tiempo», decía Andrew P. Debicki en «Poesía del conocimiento. La generación española de 1956-1971», mientras que José Olivio Jiménez apuntaba, en «Diez años decisivos en la poesía española contemporánea, 1960-1970»: «Para nuestro poeta, nostalgia es expresión sinónima de historia. (...) El vacío del presente se satisfará así con la nostalgia del pasado o con el vino del futuro». Es el apunte capital: el hombre a través del tiempo explicándose mediante el lenguaje. ¿Qué gran poeta no ha basado cada uno de sus versos en esa ecuación misteriosa?
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