Libros
Así justificaron los imperios esclavizar y matar en nombre de la civilización
Lauren Benton analiza cómo se ha usado la violencia y la retórica desde el poder para controlar territorios y mantener el control sobre las poblaciones
He aquí un libro que nos propone mirar con nuevos ojos los relatos que justifican el poder, y a sospechar de toda violencia que se presenta como necesaria, inevitable o menor. Y es que de todas las violencias, infinitas, que empapan la historia del mundo, una es especialmente aberrante: la que proviene del Estado o de cualesquier organización política, legitimada con leyes o justificaciones de cara a la galería que esconden un pozo sin fondo de mentiras u ocultaciones. Lo decimos a propósito del libro «Lo llamaron paz. La violencia de los imperios» (traducción de Efrén del Valle), en uno de cuyos pasajes más reveladores se dice: «Nuestro objetivo no debería ser el de ayudar a la humanidad a dominar el arte de la guerra, sino el de comprender la trayectoria de esta: la lógica y las prácticas que mueven a los antagonistas con exquisita precisión de un conflicto a otro y de los ejercicios de moderación hasta el borde de la atrocidad».
La frase de la autora, Lauren Benton, condensa el propósito que guía esta obra: desnaturalizar la violencia política examinando sus patrones históricos, sus pretextos y su escalada progresiva en el marco de los grandes imperios, desde el siglo XV hasta nuestros días. Se trata, pues, de un ambicioso y original ensayo que presenta un giro radical: colocar las llamadas «guerras menores» en el centro de la historia global.
Es decir, su intención no es destacar aquellas guerras celebradas por la épica nacionalista o estudiadas en los tratados diplomáticos, sino detenerse en las campañas «limitadas», las «incursiones preventivas», los «despliegues humanitarios», las «pacificaciones», las «intervenciones quirúrgicas» que poblaron el vocabulario político del poder imperial desde la conquista de América hasta la guerra contra el terrorismo.
De esta manera, desde sus primeras páginas, Benton se esfuerza por desmontar la idea de que las guerras menores son un fenómeno marginal o accidental. Al contrario, afirma esta historiadora natural de Baltimore: fueron el mecanismo más habitual del orden imperial. «Los imperios se especializaban en la violencia en el umbral entre la guerra y la paz», escribe. Esta violencia de «bajo nivel» –rutinaria, legalmente ambigua, socialmente invisibilizada– fue la base del control territorial, la dominación económica y la imposición cultural de los imperios europeos.
Una violencia programada
Desde las primeras prácticas de toma de cautivos en el contexto de las expansiones ibéricas, pasando por los regímenes de saqueo organizados en las fronteras coloniales, hasta las operaciones militares supuestamente «disciplinadas» del siglo XIX, el libro aborda muy diferentes situaciones y épocas. En ese proceso, la autora muestra cómo se construyó una retórica legal y moral que permitía justificar lo injustificable: matar, desplazar, esclavizar, arrasar, todo en nombre de la civilización y el progreso. En sus propias palabras: «A medida que los europeos afirmaban su derecho a establecer las leyes de la guerra e intervenir en cualquier lugar para proteger a los súbditos y los intereses imperiales, fueron conformando un extenso régimen de paz armada dominado por un puñado de potencias mundiales». Aquí, la crítica al derecho internacional decimonónico y a sus fundamentos eurocéntricos es incisiva, y conecta de manera clara con los debates actuales sobre las guerras «legales» y «humanitarias».
Rupturra dramática
Asimismo, Benton pone el acento en el «ritmo entrecortado» de la violencia imperial. A diferencia de los relatos que conciben la guerra como una ruptura dramática con la paz, sugiere pensar la violencia como una forma de continuidad: una secuencia de actos que se normalizan por la repetición, la burocratización y la justificación narrativa. Así las cosas, sostiene que los imperios no se basaban principalmente en estados de excepción –como sostenía Carl Schmitt, para quien el soberano es quien decide cuándo suspender el orden legal–, sino en una forma de violencia continua y sistemática. La autora argumenta que lo habitual en los imperios era una violencia de «bajo nivel», ejercida de manera rutinaria a través de mecanismoscomo la represión, el castigo o el control territorial, sin necesidad de declarar situaciones extraordinarias.
Aunque el pensamiento de Schmitt se menciona y se discute –no sin destacar críticamente su vinculación con el nazismo–, el libro se distancia de él. En lugar de centrarse en los momentos excepcionales, se enfoca en cómo la violencia cotidiana, sostenida y aparentemente menor fue el verdadero fundamento del poder imperial.
Esa normalidad incluía campañas de expropiación, esclavización de civiles y el uso del hambre como arma contra ciudades enteras. En palabras de la autora: «Su estado de referencia era la violencia de bajo nivel». El resultado, en definitiva, es una genealogía de la guerra que se adentra en las formas sistemáticas de la violencia legitimada. Por lo tanto, es una mirada que descentraliza Europa y reubica el sufrimiento colonial –tantas veces ocultado bajo la retórica de la «pacificación»– en el corazón del análisis.
Lejos de limitarse al pasado, el libro traza una línea directa entre la violencia imperial histórica y los conflictos actuales. Así, los drones estadounidenses en Afganistán, la invasión rusa a Ucrania o las intervenciones no declaradas en el Sahel africano aparecen como prolongaciones –con nuevos medios– de una lógica antigua. «Los belicistas de hoy se asemejan a los agentes de los imperios», señala Benton, en alusión a los discursos actuales que justifican el uso de la fuerza con argumentos de protección, orden o estabilidad.
El ejemplo más claro es el del ataque con dron en Kabul en 2021 que mató a varios niños: un episodio presentado como parte de un «programa de ataques selectivos», y que el libro vincula a las técnicas de guerra «quirúrgica» desarrolladas por potencias imperiales en siglos anteriores.
El lenguaje
Este trabajo también es lúcida la reflexión sobre el lenguaje y las consecuencias que tiene, con lo que podemos cuestionar el léxico que usamos cuando nos referimos a estos asuntos y que todos conocemos: términos como «intervención», «misión de paz» o «daño colateral» son herederos directos de una tradición que blanqueó la violencia bajo la máscara del progreso. Ciertamente, el modo en que Vladimir Putin evitó, durante bastantes meses, usar la palabra «guerra» para referirse a la invasión que había instigado en Ucrania –optando por la fórmula ya conocida de «operación militar especial»– muestra, a ojos de la autora, la persistencia de una lógica imperial que todavía pervive en nuestras sociedades y en nuestros días.
Es el mismo tipo de eufemismo que ocultó durante siglos las matanzas coloniales bajo el nombre de «expediciones de castigo» o «pacificaciones». El libro, al final, reflexiona sobre si la historia de las guerras calificadas de «menores» nos enseña que la violencia se disfraza y que también se naturaliza. Pero, entonces, ¿qué hacer con el pacifismo? ¿Es posible defender una ética de la no violencia en un mundo donde los imperios –y sus herederos directos– siguen apelando a la guerra como instrumento de orden?
Por supuesto, no hay respuestas fáciles a estas cuestionates. De hecho, la historia «podría no ser una guía útil para la acción», reconoce Benton. Y sin embargo, «al menos, podemos esperar que la política del pasado nos eduque, por analogía, acerca de la política del presente». En suma, «Lo llamaron paz» es una obra que, ante todo, supone una invitación a leer el mundo que vivimos, pero también del que venimos de otra manera distinta a la que estamos habituados, sobre todo en este plano y, así,contemplar una auténtica coreografía prolongada de la violencia administrada, justificada y, muchas veces, olvidada, para así darnos cuenta de que esa violencia no fue una anomalía ni una reacción defensiva, sino una práctica estructurante del orden mundial.
- Lo mejor: Mostrar que la violencia imperial no fue una excepción, sino una norma sistémica
- Lo peor: Se evita una reflexión más profunda sobre las formas contemporáneas de resistencia