Las últimas horas de Albert Camus
Miguel Ángel Blázquez ha compuesto ahora una joyita literaria llamada a ocupar un lugar relevante en la copiosa bibliografía del célebre periodista y filósofo nacido en Argelia
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El glamuroso París de 1957, el año en que Albert Camus (1913-1960) alcanzó la cumbre de las letras universales con el Premio Nobel de Literatura, nunca fue el Paraíso soñado por el autor de El Extranjero y La peste, por increíble que parezca. Miguel Ángel Blázquez ha compuesto ahora una joyita literaria, La última palabra de Albert Camus (Voz de Papel Premium) que sale a las librerías el próximo martes 15 de marzo y está llamada a ocupar un lugar relevante entre la copiosa bibliografía del célebre periodista y filósofo nacido en Argelia, más vivo hoy que muerto.
La deliciosa recreación, donde no sobra una sola palabra, arranca con una frase del protagonista que constituye ya de por sí una sólida pista a la que se aferra el autor para dar rienda suelta a la investigación de sus últimas horas: “Voy a seguir luchando por alcanzar la fe”, advierte Camus.
Etiquetado como existencialista, anarquista, rebelde, mujeriego impenitente, ateo, filósofo de lo absurdo o antifascista, lo cierto es que este baluarte de una parte de la izquierda ideológica condenó también en su día las atrocidades del régimen soviético, razón por la cual se enfrentó finalmente con Sartre. Hasta entonces, frecuentó la cuna dorada del existencialismo, de los cafés literarios y las cavas del Barrio Latino de París, donde se escuchaba jazz americano o a musas de la canción como Juliette Greco. Atrajo a innumerables jóvenes imantados por la bohemia y sobre todo por sus ideas, lo mismo que Sartre o Simone de Beauvoir.
Jóvenes que buscaban la alternativa francesa a los “beatniks” americanos, con ideas e indumentarias anticonvencionales y que acudían a recrearse en el café de Les Deux Magots con otras leyendas vivas de la cultura y del pensamiento como James Baldwin, Richard Wright o André Bréton, el gran patriarca del simbolismo.
Pegado a este establecimiento se encontraba el Café de Flore, cuyo comedor de la planta superior constituía la segunda casa de Sartre y Beauvoir, y donde a menudo se daban cita escritores como Laurence Durrell y Truman Capote, además de Camus, por supuesto. La Maison Balzac o la de Victor Hugo eran también lugares de visita obligada. Por no hablar del Crazy Horse, un cabaret innovador, esteticista y vanguardista donde actuaban las mejores orquestas de jazz y cantautores de la ciudad, con la terna Jacques Brel, Georges Brassens y Léo Ferré en pleno apogeo.
Pero toda aquella envolvente atmósfera parisina no le supo a nada al final de su breve e infortunada vida, segada por un trágico accidente de automóvil con cuarenta y siete años cumplidos. Horas antes, arranca precisamente Miguel Ángel Blázquez su conmovedor relato para recrearnos a un Camus muy poco conocido, a quien nada en la tierra satisface con plenitud por más que legiones de personas le idolatren, su segunda esposa Francine y la cadena de amantes se lo disputen, o sus hijos Catherine y Jean le colmen de cariños y atenciones. “Este mundo, querida Anne, se nos queda muy pequeño a quienes lo deseamos todo”, confiesa a la esposa de su amigo y editor Michel Gallimard, poco antes del fatal accidente, en La última palabra de Albert Camus.
Escudado en las extensas y sesudas conversaciones del pastor metodista Howard Mumma con Camus, a quien éste conoció el día en que decidió cruzar el umbral del templo americano en París al inicio de la década de los cincuenta, Miguel Ángel Blázquez aborda sin complejos esta controvertida faceta del personaje: la imperiosa necesidad que tiene el hombre de lo infinito, de Dios, si anhela ser feliz de verdad. No en vano, Camus llegó a confesarle a Mumma, en las conversaciones que éste recogió luego en su obra El existencialista hastiado, la razón de que volviese a pisar la iglesia al cabo de tantos años: “Estoy buscando algo que no tengo, algo que no estoy seguro de poder siquiera definir”, aseguró.
Blázquez recuerda el deseo expreso de Camus de bautizarse por segunda vez, como si de este modo pretendiese volver a nacer poco antes de su inopinada muerte. Había sido bautizado ya como católico el 15 de noviembre de 1914, un año después de nacer, en la Iglesia de San Buenaventura, en Argelia. Con razón, se pregunta ahora Blázquez: “¿Quién puede asegurar que Camus no tuvo una conversión previa a su muerte? Nadie conocía su alma, salvo ese Dios que su razón negaba, al que no pudo impedir hacerse presente en su conciencia o actuar en su corazón. ¿Esa negación no afirmaba implícitamente una existencia?”.