Los fantasmas de Federico García Lorca
Casi medio siglo después del asesinato del poeta, su amigo íntimo Luis Rosales recordaba con rabia la noche en la que se llevaron al autor de «Romancero gitano» y culpaba al «canalla», dijo, de Ruiz Alonso.
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Casi medio siglo después del asesinato del poeta, su amigo íntimo Luis Rosales recordaba con rabia la noche en la que se llevaron al autor de «Romancero gitano» y culpaba al «canalla», dijo, de Ruiz Alonso.
Conocí a Luis Rosales Camacho, con 73 años, una tarde de agosto de 1983. Me lo presentó el esquiador Paco Fernández Ochoa en el Club de Mayores de Cercedilla, el pueblo natal del medallista olímpico. Luis Rosales pasaba largas temporadas allí desde 1960 –alternándolas con la estancia en su domicilio madrileño de la calle Altamirano, 34–, aislado del mundanal ruido con su esposa, María Fouce, y su único hijo Luis Cristóbal, entre pinos silvestres y rumores de arroyos, rodeado por las lejanas cumbres de Siete Picos, la Bola del Mundo y La Peñota.
Pese a su diferencia de edad con el también poeta y maestro indiscutible para él, Federico García Lorca, nacido el 5 de junio de 1898 –Rosales lo hizo el 31 de mayo de 1910, casi doce años después que el de Fuente Vaqueros–, les unió a ambos una inquebrantable amistad puesta a prueba en su azarosa Granada de 1936. Se conocieron hacia agosto de 1930 por mediación de su común amigo Joaquín Amigo, valga la redundancia, cuando Luis fue a verle a la Huerta de San Vicente para leerle unos poemas sobre el agua compuestos en alejandrino. Joaquín Amigo y Lorca constituían el centro de las inquietudes literarias para muchos jóvenes granadinos: ambos nucleaban las tertulias del Café Alameda y de El Imperial.
Incluso fusilado
Recuerdo que nada más pronunciar el nombre de Federico, aunque hubiese transcurrido ya casi medio siglo desde su vil asesinato, Rosales borró la sonrisa de la boca y frunció el ceño en señal de contrariedad, impotencia y dolor. Sus ojos grises, de acero, se entornaron bajo las gafas de concha, perdidos en la distancia, y los labios se cerraron hasta apretarse, conteniendo el aliento. Percibí que a Luis seguía afligiéndole por dentro la reminiscencia de su poeta y amigo del alma.
Retrocedamos a julio de 1936. Afiliado a Falange desde el día 20 y nombrado jefe de sector de Motril, Rosales podía ser incluso fusilado por el cargo gravísimo de ocultar en la casa familiar a un enemigo acérrimo del régimen, tal y como sus enemigos catalogaban injustamente a García Lorca. De hecho, en la denuncia formulada contra el poeta por el mismo hombre que lo detuvo en casa de los Rosales –aludimos a Ramón Ruiz Alonso, elegido en 1933 diputado de la CEDA por Granada–, se le acusaba de ser «un espía de Moscú». Y cobijar a un agente secreto del estalinismo, aunque sus acusadores supiesen que era una burda mentira, constituía un delito gravísimo castigado con la muerte. Rosales era consciente de ello, y por eso intentó salvar el pellejo redactando un pliego de descargo repleto de mentiras, como él mismo me reconoció años después. El miedo es muy humano.
Indagando en el Centro Documental de la Memoria Histórica hallé un documento desconocido que acreditaba la pertenencia de Lorca a la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. El poeta se suscribió a ella tras pagar una cuota inicial de cinco pesetas, que luego abonó como cantidad mensual fija para mantenerla en funcionamiento. El poeta consignó en la casilla simplemente un domicilio: «Lista, 6». El lugar donde firmó la suscripción.
Confirmación de la secuencia
La tarde estival en que conocí a Luis Rosales, éste me confirmó la secuencia de hechos acaecidos en Granada que desencadenaron finalmente el asesinato de Lorca. Rosales culpaba a Ruiz Alonso de su muerte, igual que Dionisio Ridruejo, quien contaba su altercado personal con el ex diputado de la CEDA el día en que sustituyó a Vicente Gay al frente del Servicio de Prensa y Propaganda. El careo posterior entre Ruiz Alonso y Rosales, en presencia de Ridruejo, acabó de convencer a éste de la culpabilidad del antiguo diputado.
Rosales no volvió a ver ya nunca más a Ruiz Alonso. En diciembre de 1975, al mes siguiente de morir Franco y sintiéndose desprotegido por el régimen y por su principal artífice, el hombre que detuvo a Lorca sin orden escrita alguna emigró a Las Vegas, Estados Unidos, donde falleció en 1978.
«Fue un canalla», me dijo Luis Rosales, todavía doliente y enojado, aquella tarde de agosto en Cercedilla. Un «villano», como también lo calificó Rosales, que le robó para siempre a su amigo del alma Federico, a quien la noche del 17 al 18 de agosto de 1936, sobre las dos de la madrugada, trasladaron en coche al pueblo de Víznar, en el noroeste de la capital granadina, donde ya nadie volvió a verle jamás. Rosales vivió desde entonces con la muerte de Lorca acechándole en la memoria. Macabra paradoja.