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Nacho Vegas: “El indie se prostituyó y ya no significa nada, es postureo”

Con su último trabajo, “Mundos inmóviles derrumbándose”, el artista ha vuelto al tono confesional e íntimo de algunos de sus trabajos más inolvidables: “Necesitaba volver a esa parte que tenemos los cantautores; al cantar desde muy dentro”, comenta

El músico Nacho Vegas publica «Mundos inmóviles derrumbándose»
El músico Nacho Vegas publica «Mundos inmóviles derrumbándose»Asis Ayerbe

Es Nacho Vegas uno de esos talentos sorprendentes que se dan de vez en cuando y que desconciertan en las distancias cortas. A caballo entre el chico malo y el melancólico, entre lo ligeramente desvalido y el aroma a peligro, entre la timidez y la audacia. Abrazar o salir corriendo. En el escenario se crece, superlativo, y al bajar de él uno no sabe si es que no necesita a nadie o es que no quiere necesitar, si es tan grande ese universo suyo que no le cabe el nuestro. Con Mundos inmóviles derrumbándose vuelve al tono confesional e íntimo de algunos de sus trabajos más inolvidables. «Necesitaba volver a esa parte que tenemos los cantautores», comenta al respecto Vegas, «al cantar desde muy dentro, desde la soledad y lo personal. Cantar al futuro con cierta amargura, sí, pero también esperanza, después de una serie de discos que tenían una mirada especialmente política y de una pandemia que nos había aislado a todos».

Con una sólida y reconocida carrera musical a sus espaldas y una decena de discos bajo el brazo, para él las canciones son siempre actos emocionales: «Yo vengo de una tradición musical de la que solo soy un eslabón minúsculo, que se remonta a las canciones que nos han llegado a través del tiempo gracias a la tradición oral. Hay mucha gente a la que admiro y he admirado: Leonard Cohen, Bob Dylan, Nick Cave, Albert Pla, Fernando Alfaro, Violeta Parra, Chavela Vargas... De alguna manera nuestra obra refleja lo que somos, y en mi carrera ha habido cambios porque yo he ido cambiando y porque el mundo también ha cambiado. Y eso se refleja en mis canciones, aunque no de una manera rupturista. Cuando escucho mis discos antiguos me doy cuenta de las cosas que me obsesionaban hace diez años y me sorprendo, algunas han mutado y otras no. Pero las canciones, aunque cuando las escribí mis obsesiones eran otras, las puedo reelaborar. Eso hace que sigan vivas y que pueda cantarlas como si fuera la primera vez».

Un género domesticado

Ese es el camino de Nacho Vegas, pero el camino del indie... Ay, el indie. ¿Qué fue de él? «El indie se pervirtió y se prostituyó», afirma. «Cuando comienza en los ochenta, en las Islas Británicas y EE UU, era un movimiento que bebía mucho de las maneras del punk, del «yourself»: sellos independientes, grupos muy politizados... Al llegar los noventa se domesticaron mucho. Se pasa de una serie de grupos que lanzaban mensajes muy anti-Tatcher a grupos que se hacían fotos con Tony Blair. Y es ese indie el el que llega a España ya domesticado. El indie, que era independencia, acaba siendo individualismo y postureo. Se hablaba ya de problemas personales, de lo triste que cada uno estaba en su habitación. Apenas hay canciones que contengan una mirada crítica hacia el mundo en el que vivimos en los 90 y en los 2000. Es a partir del 15M cuando aparece cierta conciencia crítica. El indie, como escena, no estaba cohesionado. Se habla de algo esteticista, y en su momento fue postureo, pero hoy es solo un sonido: no significa nada en profundidad».

Política y música parecen en él algo indisoluble y me pregunto dónde se encuentran los límites. Nacho no esquiva ninguna de las preguntas, las recibe a puerta gayola, sin ambages: «Las dos cosas tienen que ver con un mismo concepto, que es el compromiso. Compromiso con el trabajo y compromiso con lo político. Pero es que además las canciones se nutren de la vida, las hacemos con material humano. Hablamos de nuestra vida y siempre es una mirada que cuestiona al mundo. Creo que en un momento dado esos dos compromisos confluyeron y se convirtieron en uno. Además, hacer música te da una pequeña proyección pública, un altavoz, que puede ser útil para ciertos movimientos sociales que lo necesitan. Por eso los he ejercido de manera natural. No sabría distinguir uno de otro realmente».

Considera Vegas que nos encontramos desasistidos en lo político, pero también en lo cultural, que «hay un paradigma hegemónico aplastante y, cuando hay una disidencia, sobre todo por parte de la izquierda, aparece todo un aparato político, pero también mediático y económico, que arrasa. Siempre tiene que haber una resistencia activa. En lo cultural hay una cierta libertad, pero, cuando esa disidencia se expresa también desde un punto de vista cultural, existen represalias», continúa.

No duda, sin embargo, en posicionarse abiertamente en contra de una corrección política y una cultura de la cancelación que, en estos momentos, viene precisamente de la izquierda. «De una facción de la izquierda», puntualiza y remarca, «que no está tan lejos del paradigma neoliberal. La izquierda con vocación transformadora y anticapitalista tiene otras batallas. Y la cultura tiene que ser sobre todo un espacio de libertad absoluta. En ella no pueden entran en juego conceptos como la corrección política o cancelar a diferentes personajes por actitudes, por muy reprochables que nos parezcan. Estoy en contra de todo eso, pone cortapisas a un espacio que debe ser completamente libre. Además, la cultura siempre puede dar una respuesta, se puede establecer un diálogo. No creo que se deba recurrir a cancelar a nadie para buscar un mundo de cultura prístina que no moleste a nadie».

Un debate, el de separar obra y artista, que creíamos superado. «Deberíamos saber separar al artista de la obra, aunque a veces resulte muy difícil», defiende Vegas. «Pero creo», añade, «que las redes sociales hoy en día hacen mucho ruido. Parece que hay un altavoz con respecto a esto de la cancelación y la corrección política y no creo que sea un debate real. Hay luchas emancipatorias mucho más importantes que hay que librar». Y lo dice, como la propia Katy Jurado, con las nubes negras detrás.

ALTAVOCES Y CEREZAS

Por Javier Menéndez Flores
He visto a Nacho Vegas a través del cristal de una pecera (no la de un estudio, una pecera real) y, de golpe, lo he entendido todo. Una lluvia finísima calaba el corazón mientras un presente sin pasado ni futuro se abría paso por una ciudad experta en caricias y pellizcos, pongamos que hablo de Gijón. Aquel muchacho gemelo de un junco, la melena incendiaria y toda la tristeza por delante, soñaba despierto con Marianne («hasta pronto») y se movía como un canto rodado por un paisaje enfáticamente estático. Y qué mejor modo de inventar el paraíso que traértelo a casa junto a unos compadres cómplices en la locura. Y así fue como Manta Ray escribió su página de oro en la historia del rock que nació después del rock.
El indie despedía entonces un fuerte olor a primavera y amor naciente, y era una noble opción artística. Hablo de antes de que el grito fuera estrangulado por el ensimismamiento y la fatua apariencia. Antes de que los postulados nunca escritos se pervirtieran y, como el Mayo del 68, se volvieran un lugar común y no su opuesto. Un atasco en hora punta y no el abrazo salvador de una isla.
Hay músicos, la mayoría, para quienes las miserias de la existencia están en el mismo lugar que su nuca, y cuyas coordenadas artísticas se limitan a las emociones, que, en rigor, lo son todo. Y luego están los que necesitan implicarse, actuar, los circunspectos hijos del activismo, como Vegas, para quien el arte y el compromiso social son indivisibles porque no hay manera de traicionar a la propia naturaleza, y si no que se lo digan a aquel escorpión de la fábula.
Pero la música debe explicarse por sí sola, más allá de cualesquiera reivindicaciones, siempre interpretables, y una fortaleza construida con una decena de discos en solitario nos habla de una voz que busca desentrañar sus tinieblas. Esa condena sin antídoto que aqueja a todo poeta, transite la disciplina que transite. Hay, ya saben, quien mira y no ve, y luego están quienes atraviesan los objetos con un leve parpadeo. Estos saben que Bret Easton Ellis es mucho más que el padre de un monstruo hiperbólico producto del sueño del capitalismo y la vacuidad elevada a religión, y eso Vegas lo captó en una milésima de segundo.
Y en la retina de su memoria imborrable brillan Bunbury, Christina Rosenvinge, Albert Pla. Todos esos pares con los que compartir una cena a base de intangibles que tienen que ver con la iluminación y el mutuo reconocimiento. Y las cerezas, tan rojas, rojísimas, se desangran mientras traen consigo la luz. Porque se puede ser al mismo tiempo el drama y su envés, aunque eso lo explican mejor ciertas canciones. Y algunas de ellas llevan la firme firma de Nacho Vegas. Después de diversos traspiés puede que haya entendido que el secreto para resistir lo que venga consiste en no dejar de darle gracias a la vida, que le enseñó que la única parra a la que hay que encaramarse es a la de Violeta.
Su último disco es un hangar de desolación, y «El don de la ternura» y «Esta noche nunca acaba» entran en el oyente con la suavidad de un estilete. Aquella loca pandemia que ya hemos olvidado fue un candado descomunal, y Vegas quiso contar el amanecer que sucedió a tan larga noche. Cómo se derrumbaban los mundos inmóviles y brotaba una flor azulísima en el desierto. Y cómo la vida, bendita sea, se imponía una vez más pese a todo mal, pese a tanto mal. Siempre.