Íñigo Coppel: “La cultura de la cancelación es producto de la atrevida ignorancia de una minoría muy ruidosa”
El cantautor bilbaíno, posmoderno juglar de canciones futuristas tradicionales, presentará su nuevo disco, “El pueblo contra Íñigo Coppel”, tras el verano.
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Cuatro discos y más de mil conciertos después, el bilbaíno Iñigo Coppel, más juglar casi que cantautor, cantador de historias, sigue en Madrid con la guitarra a cuestas y haciendo lo que le gusta: canciones. Que eso lo que ha querido siempre. Desde que más que pronto empezase a tocar en bandas (“de todo tipo”, remarca) al tiempo que aprendía a eso, a hacer canciones. “Aunque fui muy precoz como músico”, apunta, “me costó muchos años encontrar mi forma de hacer canciones. Compaginaba los grupos en los que estaba con mis actuaciones en solitario. Siempre me ha gustado mucho la canción narrativa. Nunca me ha interesado seguir las modas, me interesaba mucho más encontrar mi propia manera de contar historias. Musicalmente, lo que quería era tratar de encontrar un equilibrio entre mis estilos favoritos: el rock Dylaniano, el tango y la canción francesa”. Y así nacen las “canciones futuristas tradicionales”, me temo. Coppel explica, divertido, que se trata de una broma que vendría a decir que “no me interesan las modas musicales pasajeras que solo crean canciones mediocres y efímeras. Las canciones realmente buenas son atemporales. Estoy seguro de que cuando nadie se acuerde de las canciones que suenan ahora la gente se seguirá emocionando con «El día que me quieras», «Gracias a la vida», «The Long and Winding Road» y tantas otras obras maestras que ha dado el siglo XX”. Y así, el escritor de canciones futuristas tradicionales, se vino a Madrid. “En cuanto pude, a buscarme la vida. Yo siempre había querido dedicarme a esto de la música, pero al empezar muy pronto y estar siempre rodeado de gente mayor que yo, fui viendo con claridad cómo funcionaba este mundo y desde un principio supe que es casi imposible vivir de ello. Así que nada más llegar me dediqué a buscar trabajos que me permitieran ganarme la vida y a la vez dedicar la mayor parte de mi tiempo a aprender bien el oficio”. Un oficio que ha cambiado en todo este tiempo y ha debido adaptarse a nuevas formas de producir y de distribuir. Cambios que han afectado a los artistas y a su relación tanto con la industria como con el público. Coppel va más allá, cree que la música popular no sobrevivió al cambio de siglo. “Por muchas razones. La principal es que, en el siglo pasado, la industria necesitaba encontrar grandes talentos para ganar fortunas. Luego llegó un momento en que los listos de turno se dieron cuenta de que no era necesario, y que con poner a chavales de veinte años en televisión haciendo un karaoke se forraban igual. Ese fue el principio del fin. A eso le añades que ya no se venden discos y que los músicos apenas cobramos nada de Spotify y ya me dirás lo que queda... Creo que si a alguien del futuro le da por estudiar la evolución de la canción popular, el siglo XXI no va a tener el más mínimo interés”. Y el remate final: la pandemia. “Muchos músicos han acabado vendiendo los instrumentos y dedicándose a otra cosa”, lamenta. Pero aquí sigue él, aguantando y contra todo pronóstico, con nuevo disco bajo el brazo: “El pueblo contra Iñigo Coppel”, “grabado con una banda”, nos dice entusiasmado, “que ni en mis sueños adolescentes más salvajes me habría podido imaginar. Además está producido por Jose Nortes, mi productor favorito. Y creo que tiene algunas de mis mejores canciones Saldrá después del verano y la presentación será el 29 de octubre en la sala Clamores de Madrid”.
No se ha sentido Iñigo nunca bajo la lupa insidiosa de los que escudriñan entre lo que crean otros para gritar, airados, penitenciagite. “Qué va, nunca”, explica, “como decía el gran Facundo Cabral: «He vivido toda mi vida protegido por mi anonimato». Por suerte, yo estoy por debajo del radar de los idiotas”. Son para Coppel los inquisidores de lo políticamente correcto, los perpetradores de eso que hemos dado en llamar “la cultura de la cancelación”, una “minoría muy ruidosa y, su actitud, producto de la atrevida ignorancia”. Y no el artista uno de los que se autocensure, de los que sigan la cómoda corriente de lo que toca. Gracias a eso podemos disfrutar de canciones como la que dedica a Woody Allen o el Himno a los hombres. “No he tenido ningún problema con ellas”, certifica. Muy fan de Louis C.K., acusado en 2017 de conducta impropia por varias mujeres, uno de los cancelados por su vida privada, y cuenta divertido que “ha estado girando por todo el mundo y llenando teatros. Durante su actuación en Madrid había muchos humoristas famosos entre el público. Pero ninguno de ellos dijo nada al día siguiente en redes sociales. Menudos pringados”, ríe. A propósito de eso, le pregunto por esa tendencia de algunos músicos y cantautores a significarse políticamente en redes sociales de manera ostentosa y beligerante, más activistas que músicos en ocasiones. “Digamos que no me parecen la gente más interesante de la historia”, zanja. Y es que no es él mucho de redes sociales: “las utilizo como herramienta, para anunciar mis conciertos y poco más. Intento no perder demasiado tiempo en ellas”.
Javier Menéndez Flores
Sostiene Coppel que el pueblo está en su contra, que viajó a la Edad Media y al siglo XVII, que un hombre lo mató. Coppel fabula, distorsiona, exagera, miente. Porque eso es lo que ha de hacer cualquier artista devorado por la magia del arte: envolver en trolas superlativas cuanto crea, como si le fuera la pasta de un bolo de urgencia en ello. Tal vez piense que para verdades atronadoras bastante tenemos ya con el zumo acre de la rutina diaria, hiperrealista y letal como una fábrica, un polígono industrial, un matadero. Desde la mismísima guadaña del despertador a las seis de la mañana hasta esa cena a base de platos precocinados en la más estricta soledad. Y que de esos horrores hay que alejarse como de las cosas que hieden.
Hay creadores que hacen de la autorreferencia su patria, Coppel sin ir más lejos, si es que un apátrida químicamente puro puede tener algo a lo que abrazarse distinto a una guitarra, un cuaderno y un lápiz, un pincel. Pero aquel que se define como «escritor de canciones futuristas tradicionales», aparte de un cachondo, debe ser por fuerza un transgresor. Y esa propensión a la grandilocuencia («Himno a los hombres») y a la autoparodia («Sólo los camareros saben que hoy es mi cumpleaños») nos habla a voz en grito de un escritor que se apoya en un instrumento porque escribir a secas es como mucho y demasiado y una barbaridad, por más que yo sea Íñigo Coppel (Íñigo Coppel, Íñigo Coppel).
Los Zodiacs eran asesinos que no soportaban la visión de la sangre, pero para ser un killer de veras hacía falta desasirse y navegar impulsado por el propio aliento. Y pasado el vértigo de las primeras horas, ese mareo que produce jugar al solitario sin hacerse trampas, qué reconfortante fue asumir que a James Cagney, párvulo pero rocoso, lo quieres o lo dejas, porque los enemigos públicos estamos en la cima del mundo, mamá. Y aquello me otorgó el valor necesario para proteger a Paul McCartney como a una especie en extinción, pues cuatro balas que entraron en el cuerpo de otro firmaron su sentencia de muerte. Pero no hay zurdo malo, ya se lo digo yo, ni el susodicho McCartney ni Bowie ni Kurt Cobain ni Íñigo Coppel (Íñigo Coppel, Íñigo Coppel).
Claro que el blues es triste como su nombre indica y que enciende la sangre más que el whisky caliente, y qué. Y por supuesto que sé que a la vuelta de algún concierto me toparé con un escuadrón de volcanes armados de lava hasta los dientes. Pero hasta que eso suceda cabalgaré en mi caballo de cartón (Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal), que es el de todos los madrileños hayan nacido donde hayan nacido. Y propongo un brindis al sol por Elvis, Woody Allen, Poli Díaz, Tahúres Zurdos. Porque me da la gana y porque si las cosas vienen muy mal dadas, miéntelas, miéntelas.
He soñado que las calles de Madrid estaban tomadas por leones y, más allá del exotismo de ese póster, de la certeza de regresar al origen de todo, he sentido el escalofrío salvaje de la dicha y la caricia cortante del peligro inminente, y he llorado.
Sostiene Coppel que sabe más de Dylan que Dylan, lo cual no es imposible porque los genios son mayúsculos interrogantes para sí mismos y porque cuando suena «One too many mornings», «Desolation row» o «Lay Lady Lay», yo (Íñigo Coppel, Íñigo Coppel, Íñigo Coppel) maldigo a ese ogro de Minnesota porque soñé esas canciones mucho antes de que él las escribiera, pese a que por entonces aún no había nacido.
Quien pide perdón por existir no es más que un músico, un hombre, con algo de laberinto. Íñigo Coppel, o sea.