«No puedo competir contigo»
Le gustaba escuchar las grabaciones «pirata» de sus actuaciones y cuando le ofrecieron hacer nuevas, ella rechazaba la oportunidad
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Cómo escribir sin que se me rompa el corazón. Fue parte de mi vida durante 50 años. Por mi parte, con una entrega total, y, por la suya, con la extraordinaria generosidad que siempre mostró hacia mí y mi obsesión por buscar y comprar grabaciones «pirata» de actuaciones en vivo.
Cómo escribir de Montserrat sin que se me rompa el corazón. Fue parte de mi vida durante casi cincuenta años de amistad. Por mi parte, con una entrega total, y, por la suya, con la extraordinaria generosidad que siempre mostró hacia mí y mi obsesión por buscar y comprar grabaciones «pirata» de actuaciones en vivo. Tengo mas de seiscientas guardadas en disco duro –ahora, por fin, relanzados–, casete y vídeo. Montserrat las prefería a las oficiales y yo se las proporcionaba, porque ella no iba a ir de tienda en tienda. Apenas las escuchaba y cuando le ofrecieron hacer grabaciones nuevas, siempre lo rechazó: «No puedo competir conmigo».
Fui el periodista que más la siguió en su periplo por el mundo y desde que empezó su carrera en aquella casa de la antigua Infanta Carlota donde vivía su madre y que, cuando falleció, Montserrat aprovechó para guardar allí parte de su ajuar escénico, que conservaba, guardado por títulos, en cajas. Imagino que ahora donarán ese legado al Museo del Teatro barcelonés o entre los principales escenarios del mundo.
Nuestra relación siempre fue admirable, y no me refiero solo a los aspectos que rodean el cante, sino a su tremenda humanidad. A la muerte de mi madre, que sucedió en Barcelona a una hora muy temprana, mandó a Bernabé Martí para que me acompañase en el duelo. La Jurado, otra entrañable amiga, lo hizo con Pedro Carrasco.
La seguí por donde iba. La vi y aplaudí en Aix, uno de sus principales lugares de éxito junto con el Met neoyorquino, el Liceo, que tanto adoraba y donde estrenó hasta cien títulos, La Scala o el Covent Garden donde debutó con la «Traviata» y llegó a imponer su propio vestuario –diseño de doña Ana, su madre–, rechazando el bicolor de Visconti «porque no me favorece» ya que aprovechaba el montaje creado para Callas:
«Maestro, déjeme a mí porque Maria era alta y delgada, con brazos largos –en su piano tenía foto dedicada de Callas–, y yo soy pequeña y ancha».
Un capricho de diva pensaron muchos, pero a Monserrat le gustaba estar a sus anchas y nada mejor para eso que rodearse por las ideas y creaciones maternas. De una sencillez extrema y sin perder jamás la perspectiva de ser considerada «la última diva», remató el trío de tres irrepetibles como Callas y Tebaldi. Renata la adoraba y admiraba y cuando se retiró no se perdía uno solo de sus conciertos en el Palau de la Música. Porque la Caballé –mi ¡Forever Montserrat!– igual cantaba lo mas lírico de Donizzetti que convertía en un «hit» «Hijo de la luna» de José María Cano. Vendió miles de copias de un género que en principio le resultaba extraño pero que dominó igualmente. He estado medio siglo detrás de ella, esperando con emoción el momento de estremecerme con su voz incomparable, da igual que cantara «Un ballo in maschera», abordara la dulzura de «Adriana», la «Norma» o el célebre «¡Oh, mío babbino caro!». Nunca olvidaré cuando, en el aniversario del Metropolitan , durante el ensayo de el « Io sono una umile uncela» que dirigía John Willians, autor de «La guerra de las galaxias», lo dejó batuta en mano porque iba muy apresurado: «¡ Maestro, que los cantantes también respiramos!».
El bel canto está de luto al irse su última diva y yo estoy roto al ver que, después de tantas intervenciones, no superó una infección renal. Con ella se va una parte importante de mi vida y todos esos momentos de los que disfruté porque me permitió tratarla, tener su cariño y ver cómo su talento rendía a todos los públicos. Me sería difícil escoger entre Montse y la Caballé. Las dos me cautivaban. Me consolaré con sus discos pero dudo que llenen el vacío. Otra vez, huérfano.