Nuestros paseos por la calle Barquillo; por José Sacristán
Alfredo Landa era uno de los números uno en todos los aspectos, desde que empezó, un alarde, un superdotado para cualquier género y en cualquier medio. Nos conocimos haciendo teatro en 1960: él hacía un papelito en «El cenador» y yo era el meritorio de la titular del Infanta Isabel. Sobre el escenario, como en todo, era un prodigio. Él ya había hecho para entonces, en el Recoletos, con Hebe Donay, «Nacida ayer», que fue una película con Broderick Crawford, Judy Holliday y William Holden, una obra de Garson Kanin. Ahí Alfredo ya despuntó y como actor de teatro, como en todo lo que hizo: «La felicidad no lleva impuesto de lujo», la maravillosa «Ninette», «El alma se serena». Era un todoterreno. Hizo muchas más cosas de lo que algunos creen, pero yo aconsejaría además pararse un poco a revisar el «landismo», porque algunos títulos que se incluyen en ese calificativo son una crónica de nuestro país que no estaría de más volver a ver. Pero está claro que Alfredo estaba por encima del «landismo», porque tocó todas las teclas e hizo todos los géneros. Incluyendo doblaje. Y mucho: este oficio le permitía ganar un dinero muy saneado. Si vuelven a ver «55 días en Pekín», escuchen la voz del chino aquel malísimo: es la de Alfredo.
Hicimos doce o catorce películas juntos. No puedo quedarme con una en concreto. Sí en cambio con la suma de todas ellas. En todas lo pasé estupendamente. Incluso en las primeras, en las que no compartimos plano, como«La ciudad no es para mí». También en «Nuevo en esta plaza» o «El arte de no casarse»... Donde más tiempo compartimos juntos, lógicamente fue en el rodaje de «La vaquilla». Y lo pasamos muy bien. Aunque, si de algo guardo un recuerdo entrañable, es de los paseos que nos dábamos entre función y función en el año 60, por la calle Barquillo, pensando y comentando en voz alta que si esto de ser actor era hacer dos funciones todos los días, siete días a la semana, que nos lo íbamos a pensar. ¡Aquello era un coñazo insoportable! Él ya no hacía giras: con el dinero que ganaba en los doblajes se quedaba en Madrid, y yo hacía su papel y el mío.
En lo personal, tenías la seguridad de que, cuando Alfredo te nombraba amigo, era firme. Llamaba a las cosas por su nombre y a veces no se cortaba lo mínimo en llamar «al pan, pan, y al vino, vino». Era un hombre directo, abierto, muy al grano. Y eso sí, sabíamos que teníamos temas tabú: de política no podíamos hablar.
Al público le queda una obra inmensa y un actor superdotado. Una correa transmisora realmente brillantísima, luminosa y formidable. Pero yo me quedo con mi amigo Alfredo: se me ha muerto un hermano.