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Historia

El otro lado de Colditz: clasismo, antisemitismo y homosexualidad

Ben Macintyre cuenta la historia desconocida de la fortaleza donde los nazis encerraban a prisioneros aliados

Los intentos de fuga de la fortaleza inspiraron una serie de televisión
Los intentos de fuga de la fortaleza inspiraron una serie de televisiónAgencia EFE

Fugarse del castillo de Colditz no era una diversión, como nos hizo creer un juego de mesa. Aquí la cosa iba en serio. Radios escondidas, túneles que se excavaban en secreto, imaginativos disfraces para burlar la vigilancia y hasta un aeroplano para sobrevolar los muros y alcanzar la libertad y, por supuesto, mucho silencio, porque los planes de fuga requieren secretismo y mentiras. «El engaño militar es crucial. Es tan viejo como la misma guerra. El filósofo chino Sun Tzu sabía que el engaño es el corazón de muchas campañas militares. Es complicado cuantificar hasta qué punto afecta el engaño en una victoria. Con Enigma se podía seguir sus consecuencias en tiempo real. Ves lo que pasaba en la inteligencia alemana. Mides su impacto porque se mueven tanques y divisiones hacia objetivos falsos, alejándolos del real», explica el historiador Ben Macintyre, que acaba de publicar «Los prisioneros de Colditz».

La dificultad de este castillo era que los prisioneros mantuvieran sus tretas y mentiras en el tiempo y no las descubrieran los nazis. «Una mentira es fácil, pero sostener una sucesión de ellas durante un largo periodo es extremadamente complejo». Colditz se convirtió en un reflejo de Europa. Había presos procedentes de todas las naciones. Y de todas las épocas: hasta combatientes de la I Guerra Mundial, viejos ciudadanos del periclitado imperio austrohúngaro.

Tópicos de cada país

Como provenían de distintos lugares, los prisioneros, que llegaron a reproducir actitudes homoeróticas, se relacionaban con colegas de otras nacionalidades a través de los tópicos vigentes de cada país. Los británicos, en un alarde total de insularidad, llegaron incluso a reproducir su sociedad clasista, y el soldado raso estaba condenado a servir a los oficiales. Aquello derivaría en un fuerte altercado en el interior de la prisión, cuando el humilde combatiente privado de galones vio que sus elegantes mandos resultaban más desordenados y dejados que ellos mismos.

En sus investigaciones, Macintyre ha sacado a relucir un problema curioso. En medio de la guerra contra Hitler, los prisioneros aliados encerrados en Colditz también eran antisemitas y obligaron a los alemanes a que apartaran a los judíos allí encerrados del resto. Fue un gueto dentro de una cárcel. «El antisemitismo era un virus extendido en la vida europea. Pensamos en la guerra como algo que divide a un lado a los antisemitas del resto. El Holocausto solo pudo suceder en Alemania por la experiencia germana, pero estas tensiones existían. El antisemitismo no está muerto. Es una maldición antigua», reflexiona. El final de Colditz trajo una de las mayores paradojas: «A medida que pasó el tiempo todo se hizo más gris, más duro. Había menos comida y escapar era más peligroso. Los prisioneros, además, sabían más sobre el progreso de la guerra que los alemanes. Hay un cambio de tornas. En los últimos meses de la guerra, los reos tienen el control, además de mejor comida. Luego está el último día, cuando todo se invierte. Los prisioneros se convierten en los guardias, y a la inversa. Fue –prosigue– un giro de 180 grados. Con la SS hubiera sido peor. Si llegan a detectar que el comandante estaba cambiando de bando, lo habrían matado. A él y a muchos más».