«Para los refugiados la única condena es el tiempo»
La directora navarra aprieta la herida de la crisis migratoria en su nueva película, «Varados», en la que retrata la esperanza que subyace a la espera permanente
La directora navarra aprieta la herida de la crisis migratoria en su nueva película, «Varados», en la que retrata la esperanza que subyace a la espera permanente.
En las películas de Helena Taberna la vida y la muerte nacen en el mismo lugar. Esta directora y guionista navarra lleva diecinueve años encontrando en la belleza de lo cotidiano y en la humildad del género documental la inspiración suficiente para la creación de historias con techo y comida que hablan de todo y de todos. Después de profundizar en la sordidez del funcionamiento de las sectas con su película «Acantilado», la cofundadora de CIMA (Asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales) se mete ahora en el mar de Lesbos para acercar, más que la cara melodramática de la situación social de los refugiados, la esperanza que subyace durante el estado permanente de espera. Charlamos con ella sobre la anestesia de la clase política, la necesidad de humanizarnos y la función del intelectual en los procesos migratorios. Lo hacemos de igual a igual, que es como asegura, «se debe mirar siempre».
–En su trabajo siempre pone el foco sobre los agentes más vulnerables de la sociedad. ¿Esto responde a un propósito o es mera coincidencia?
–Creo que no se trata de algo buscado. Siempre he rechazo todo aquello que podemos relacionar con el «buenismo» o resultar «panfletario». Creo en el cine como elemento poético y me gusta mostrar a un ser humano poliédrico en mis cintas. Con todas sus luces y sus sombras. Le abro las puertas al espectador considerando que su inteligencia y sensibilidad son mucho más grandes que la que puedas tener tú como conductora de esas emociones y esas historias. Me interesan muchísimas cosas de la vida y algunas las miro de cerca y digo: esto es cine. Hacer las películas que he querido hacer (a pesar de que a veces el presupuesto no fuera demasiado boyante) me ha convertido en una mujer muy libre.
–Rodar en un campo de refugiados ha tenido que ser una experiencia difícil de digerir emocionalmente...
–Ha sido un proceso muy hermoso. Desde el principio tuve claro que quería contar una historia de personajes sobre la cotidianidad. No quería ahondar en la explotación del melodrama, sino contar a través de las imágenes cómo sobrevive un ser humano en ese estado tan terrible que es el de la espera. En las películas ambientadas en las cárceles, los presos van tachando del calendario los días que les quedan, pero para esta gente la única condena es el tiempo. Agnès Varda, a la que admiraba profundamente, decía que los directores debían transitar de vez en cuando por el género documental porque éste te enseña humildad. Y yo me he dado cuenta de que a la hora de entrar en las vidas de estos seres humanos no puedes hacerlo a través de un «corta y acción», sino que tienes que poner en práctica un ejercicio de humanización que, hoy en día, parece que cuesta encontrar.
–¿Ha modificado su idea con respecto a los motivos que empujan a una persona a marcharse de su país de origen?
–Pues fíjate que el nivel de empatía que establecí va más allá de la peripecia de viaje que hayan sufrido y el por qué lo hayan emprendido. Se instala el efecto espejo. Lo cercanos y parejos que son a nosotros. Son capaces de ponernos en contacto con nuestra propia fragilidad. En el momento en que tú descubres esa identificación como ser humano y esa capacidad de supervivencia en situaciones extremas, te reconoces en el otro, que en el fondo y en la forma es igual que tú.
–¿La solidaridad es algo aprendido?
–Es algo que tienes que trabajarte. Me gustaba la definición que hacía Marguerite Yourcenar del personaje de Plotina en «Memorias de Adriano», en donde la perfila como alguien que «era generosa antes por decisión que por un impulso que a ella le naciese». Cosas grandes como la generosidad o la solidaridad son ejercicios voluntarios. Sería bueno que aplicásemos la solidaridad a lo cotidiano y no solo a las catástrofes de mayor volumen.
–¿A qué achaca esa despreocupación frívola y generalizada por parte de la clase política con un tema tan alarmante como el asilo y la acogida de los refugiados?
–Existe porque la clase «no política» tampoco está haciendo nada. Me entristece muchísimo que haya tan poca reflexión intelectual por parte de los sectores culturales y artísticos. Los movimientos migratorios están construyendo el siglo XXI... ¿Por qué no hay ya colectivos de todo tipo trabajando en ello y obligando a los gobiernos a participar? La necesidad que tenemos de aportar miradas diferentes desde el cine, la literatura, el teatro, la arquitectura... debería ser prioritaria. Creo que es un momento muy importante para la actividad de los intelectuales, igual que lo fue la Guerra Civil española. Grecia además tiene en su historia el hecho de haber sido el origen de la cultura mediterránea, de la belleza, la armonía, el arte. Y ese mar de luz se ha convertido ahora en un mar de muerte. Es extraño este silencio imperante. Cuando fui a Atenas pensé que estaríamos más vivos, más curiosos ante esto que está pasando. Mira, por ejemplo, Susan Sontag, como se instala en Sarajevo y empieza a agitar un movimiento político y social allí.