Sánchez Dragó, literatura catódica
No creo que en ningún otro momento, la televisión de nuestro país consiga una mayor catarsis colectiva gracias a una performance culta, etílica y desternillante.
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Acabábamos de charlar durante dos horas de toros en Sevilla ante un respetable entregado, cuando cenando en el Hotel Colón, donde los toreros velan las armas, Fernando Sánchez Dragó casi me mata al comentarle que el público lo conocía fundamental por la televisión. Sólo fueron dos segundos de ira y carcajadas socarronas, porque yo sabía que toda la filosofía, la sustancia, la matriz, el lema que impulsaba sus programas era: «Apague el televisor y lea» y quería provocarlo, meterle el dedo en la llaga. Raimon Panikkar, en una memorable entrevista en «Negro sobre Blanco» le añadió, «y luego piense o reflexione». Creo que lo logró. Desde finales de los años setenta, en una televisión en blanco y negro, su rostro comenzó a hacerse popular para una generación que no tenía ni idea de lo que sucedía fuera de las fronteras de España ni en el interior de las bibliotecas. Con aquella normalidad pasmosa contaba sus recuerdos en los muelles de Phnom Pehn antes de que llegaran los turistas, los secretos que escondía la afgana Kandahar bajo el influjo del hachís o cómo había que recorrer Roma de la mano de Mircea Eliade. Todo un portento, un alarde de ingenio sin erudiciones a la violeta. Existen en YouTube fascinantes intervenciones suyas en «La tabla redonda», «Biblioteca nacional» o en el genial «El mundo por montera». ¿No lo recuerdan? Allí Fernando Arrabal se hartó una noche de Anís del Mono y tuvo la visión del Apocalipsis, anunciando que las trompetas sonaban, los sellos se abrían y llegaba el milenarismo. No creo que en ningún otro momento, la televisión de nuestro país consiga una mayor catarsis colectiva gracias a una performance culta, etílica y desternillante. Lo siento, pero el Apocalipsis ya no es de Juan sino de Arrabal. Y eso es mérito de Dragó.