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In Memoriam

Sánchez Dragó, el múltiple

Su vitalidad tenía la malicia de los libertinos dieciochescos que, bien vertebrados en la cultura, se consagraban al placer inteligente

Fernando Sánchez Dragó falleció el pasado lunes
Fernando Sánchez DragólarazonLa Razón

Se adelantó a todo: al poliamor, al rollo natural, a la familia disfuncional feliz, a los reality shows, parto en directo incluido de su último vástago, al airbandb e incluso al porno con bicho literario dentro, con la diferencia de que a Houellebecq le ha dado por intentar secuestrar su propia película mientras Dragó montó un festolín en la casa de comidas De la Riva, dispuesto a escuchar las opiniones intergeneracionales sobre "La doma", su propia versión de "50 sombras de Grey".

Mil veces prefiero a Dragó, el múltiple, riéndose hasta de su sombra al jeto del francés arrepentido, un verbo que este español suigéneris no empuñaba por principio: a lo hecho, pecho, que se ha puesto muy de moda entre influencers y hasta políticos cagarla primero y pedir perdón después, como el asesino de Lardero.

Su vitalidad tenía la malicia de los libertinos dieciochescos que, bien vertebrados en la cultura, se consagraban al placer inteligente en vez de agotarse en bacanales; de esta especie ya solo nos va quedando Roland Dumas en su fresco primer siglo.

Repito: se adelantó a casi todo y todos, incluso a su muerte con un epitafio inmejorable: el gato Nano sobre su cabeza donde se hallan todos los misterios; en este país abundoso en reprimidos, pejigueros, ombliguistas y gestores de la moral en una vuelta insufrible al tradicionalismo catódico y de las jons, halló una piscina perfecta para zambullirse y convertirse en azote de neopuritanos mientras hacía caja, capaz de bailar con dios y el diablo y engañar a ambos, si llegaba el caso. Como bufón o viejo soldado hacía de molestar su bandera: siempre estuvo en su propia guerra que ganaba contra sí y el resto, fiel a la esencia felina de ir siempre a su bola. Era de su partido, de su equipo, de su grupo y de su ideología, todo unipersonal. Y empeñarse en influir en vez de lo contrario no resulta moco de pavo.

Carecía de pudor o se lo había extirpado: lo mismo contaba de su vida sexual que analizaba un libro o lloraba a moco tendido por su minino Soseki cuando tuvo la desgracia de morir de mala manera. Se necesita valentía para mostrarse así. No en vano aseguraba Frank Harris el erotómano: “Un hombre nunca lo es más que cuando llora con su pene en la mano de una mujer.” De eso también sabía por su propia historia de niño sin padre y alumno no siempre bien querido por sus compañeros del Colegio del Pilar. En esta era donde parece que sin traumas no eres nadie, se puso a sí mismo por montera para crear su mejor obra: él mismo. Entendió aquello del exultar del cuerpo que apunta Brel en su canción “Los viejos amantes”, solo que a tal estado no llegará nunca por su falta de melancolía y esa necesidad perentoria de agitar el avispero. Hasta nos ha legado una moción de censura donde se demostró el bajo nivel de los políticos y que la Transición estaba muy bien hecha, aunque espanten las chaquetas de Tamames o su tinte caoba que en nada afectan a su sólida formación, detalle que se echa en falta a demasiados niveles. A Dragó, muñidor del asunto, no le hubiera sorprendido que sus rivales evitaran darle la mano. Cuando unos iban, Dragó llevaba mucho afilándose las uñas contra la pared, sonrisa de Chesire mediante.

Quizás no conocer la decrepitud, vivir a manos llenas hasta que te traiciona el órgano corazón haya sido su suerte final y nos hemos quedado a la espera de que sea una de sus bromas y vaya aparecer de un momento a otro con un tocho bajo brazo para contar la experiencia de desaparecer.

Los agentes del caos son necesarios para el correcto engranaje del universo, papel que exige un carácter muy alejado del metaverso fluido. Por este motivo, Dragó, siempre él mismo en un mundo donde tanto cuesta serlo, merece respeto. Y si les molestan estas palabras, mejor.