El tornaviaje: cuando América descubrió el Viejo Continente
Esteban Mira Caballos cuenta el viaje inverso del descubrimiento del Nuevo Mundo y narra cómo nos cambió el mestizaje cultural americano
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El camino entre las dos orillas nunca es unidireccional. Lo sabían los clásicos, que experimentaron las varias vías en las que las colonizaciones antiguas, de las fenicias a las romanas, nos cambiaron para siempre (“Graecia capta ferum victorem cepit”, decía Horacio). Así, fue estudiado modernamente en ese sentido por la escuela de historiadores que va de Duby a Ruiz-Domènec el viejo “Mare Nostrum”, que vio transitar a tantos pueblos desde la antigüedad al medievo –con la cesura más clara en 1453, con el cambio de era entre Bizancio y el Islam– en una peripecia circular glosada por la épica y por la historiografía a la par.
Pero también es una visión que ha cundido entre los modernistas y, en concreto, entre los americanistas donde, desde Gruzinski a Mira Caballos, se ha puesto últimamente el énfasis en evaluar aquella primera gran mundialización, desde sus influencias mutuas entre uno y otro extremo del mundo, ya para siempre interconectados. No tenemos más que visualizar mentalmente la historia de la expansión lingüística indoeuropea por el orbe para darnos cuenta del camino imparable de las lenguas itálicas y germánicas desde los albores de la Edad Moderna : como una marea bicolor, las lenguas, sus culturas y cosmovisiones, se extendieron desde la primordial llanura euroasiática hasta el último rincón de la Patagonia o el Yukon. Pero no de forma monolítica, sino con el consabido mestizaje a partir del reclutamiento de élites culturales que se da en esta historia común desde lo arcaico a lo moderno. Y el camino nunca es solo de ida, sino también de regreso.
En efecto, no hubo solamente un descubrimiento de América, sino que realmente fue Eurasia la que acabó por ser descubierta, y redescubrise a sí misma a la par, merced al viaje apasionante de las carabelas. Siempre se habla del viaje de ida, pero hay que recordar el desembarco en las costas de Pontevedra de la carabela de Colón tras el primer viaje, en la llamada Playa América, cuando los primeros aborígenes americanos ponen el pie en Europa y lo cambian todo para siempre. Y viene esto a cuento de un magnífico ensayo del citado Esteban Mira Caballos que, bajo el título “El descubrimiento de Europa. Indígenas y mestizos en el viejo mundo”, se dedica a trazar una visión panorámica, desde las grandes estructuras ideológicas hasta los casos singulares, de quienes llegaron desde América al viejo solar europeo y propiciaron esta globalización “avant la lettre”.
Ya se ha estudiado con detalle lo que supuso la otra orilla para nuestros lares en términos económicos y políticos, con la afluencia de caudales que cambiaría la economía mundial para siempre –préstamos, capitalización, etc.– y con la revolución cultural y científica que pasaba página de la pérdida del acceso a Asia tras la toma de Constantinopla y abría nada menos que un nuevo continente a la comprensión universal. Pero esta historia, que cuenta excepcionalmente Mira Caballos, se centra más bien en cómo nos cambiaron las personas y en la importancia, más allá de los tópicos, del mestizaje americano en Europa. Una nueva nación cultural multiétnica de base hispánica nacía a partir de entonces sobre la base de una lengua y una educación comunes: por eso recordábamos el caso de la expansión indoeuropea. Porque no es una cuestión solo de la empresa mercantil o de evangelización que pudieron pretender el clero o la monarquía hispánica, sino de un camino cultural que, en último término, es el de la “paideia” y la “humanitas” grecolatina en lugares hasta entonces insospechados y ni siquiera soñados. E incluso una extensión del dominio de la ficción novelesca –desde lo clásico a lo medieval y caballeresco– que va de Troya y Troyes al Orinoco y California. Sobre el modelo de Roma también entonces se entretejían la madeja de la historia y la de la mitología. Lo que Augusto hizo con la “Eneida” y con la materia troyana lo harían ahora los españoles fundiendo la épica heredada de la antigüedad y el medievo con la nueva epopeya que miraba a los pueblos nativos de América.
Se han cargado, en exceso quizá, las tintas en los aspectos negativos, en las masacres, en la opresión y en la conversión forzosa, pero por cierto que hay mucho más y este ensayo nos ayuda a reflexionar sobre ello. Por ejemplo, casi nunca se habla de que un siglo años antes de que se fundara en Harvard la primera universidad anglosajona en América ya había universidades en México, Sudamérica y Filipinas donde se enseñaba la literatura clásica y las ciencias aristotélicas, para que las nuevas élites mestizas, herederas directas de las antiguas élites aborígenes, se educaran en retórica o latín.
Esto no supuso una exclusión sino, muy al contrario, una nueva integración. Por ejemplo, en la era del “Blacks Lives Matter”, del “Me too” y de la cancelación asombrosa del legado hispánico, pocos se acuerdan de que el siglo XVI español vio llegar primer catedrático de universidad negro –mucho antes de que acabara la segregación en EEUU– con Juan Latino, hijo de esclavos, que alcanzó un puesto de enseñanza de latín en Sevilla; por no hablar de la primera mujer, la Latina, Beatriz Galindo, una de las primeras mujeres que asumió labores de educación superior a las damas de la élite. O el caso emblemático, que comenta Mira Caballos, del Inca Garcilaso, educado en las lenguas clásicas y cuya espléndida historiografía en los “Comentarios reales” o en “La Florida del Inca” está basada muy de cerca, como estudió Violeta Pérez Custodio, en la retórica latina clásica y en la historia de Tácito. Que un mestizo o un mulato pudieran desempeñarse bien en un sistema educativo basado en la lengua de la antigua Roma daba fe de un éxito integrador que podía permitir a algunos privilegiados alcanzar la cima del escalafón humanístico y a otros, también, del eclesiástico. La carrera militar y la política, por supuesto, eran otro cantar. Pero un nuevo mundo estaba empezando a forjarse.
Hay que llamar, en fin, la atención sobre este mestizaje que comienza a cambiar la vieja Europa y al que se dedica esta espléndida monografía: partiendo de lo abstracto a lo concreto, de la controversia humanista a la historia cultural y personal, se puede trazar una suerte de breve prosopografía de los principales casos que nos ilumina sobre la gran gesta colectiva del descubrimiento de Europa por parte de América. Con los hijos de Cortés o Pizarro, dos personajes por cierto también estudiados por Mira Caballos, se encabeza la ilustre nómina de mestizos –por no hablar del hijo adoptivo de Colón– que inauguran un mundo rico en matices que simboliza, en cierto modo, la apoteosis cultural de una de las lenguas indoeuropeas, hija del latín, la mayor del mundo en hablantes nativos.
El mérito de esta investigación, en suma, es recordarnos la unidad del mundo hispánico entre las dos orillas y la transformación de Europa gracias al caudal humano de América. Todo ello en un lenguaje claro y accesible, pero a la vez con un aparato erudito de notas, bibliografía, anexos, apéndices y tablas que lo documenta con detalle. No olvidemos, pues, esta increíble paradoja histórica, por lo demás tantas veces repetida, del conquistador conquistado o el descubridor descubierto. El camino de las naves, en lo antiguo y lo moderno, siempre fue de ida y vuelta.