Una rotunda fragilidad
Pienso en ella, sobre todo, como la Lisa de «Carta de una desconocida» (1948), la prodigiosa película de Max Ophüls a partir de la novela de Stefan Zweig. Allí está todo lo que necesitamos saber de Joan Fontaine: su rostro inocente que oculta una secreta malicia, su cuerpo frágil que nunca sabe dónde situarse, esa belleza rotunda escondida tras una sombra de evanescencia, ese modo de interpretar en apariencia inseguro pero siempre preciso. Era, por supuesto, la doncella asustada de «Rebeca» (1940), pero también la joven casi púber de «Sospecha» (1941), donde el propio Alfred Hitchcock la puso a los pies de Cary Grant, convertido en versión monstruosa del ego masculino. En los 30 ya dio vida a ese tipo de mujer a medio camino entre el porte glacial y la elegancia burguesa (la Emmy de «Gunga Din», por ejemplo), pero fue en los 40 cuando perfeccionó tanto su técnica como su presencia ante la cámara, un saber estar y dejarse ver que convirtió en todo un arte: por eso se erigió en la perfecta Jane Eyre frente a Orson Welles en «Alma rebelde» (Robert Stevenson, 1943) o, por supuesto, en esa marioneta del destino que es la Lisa de «Carta de una desconocida». Ahí está la cima y el punto sin retorno de su carrera.
En efecto, no hay tantos grandes papeles suyos que podamos recordar. Al contrario, a partir de los 50 se convierte en una actriz discreta, que parece querer pasar inadvertida, transformada en una efigie venerable... aunque sólo en apariencia. Hay dos películas olvidadas, pero sublimes, que ilustran ese rol: por un lado, «September Affair» (1950), de William Dieterle, la muestra como un ser de otro mundo, la protagonista de un romance mítico destinado al fracaso; por otro, «Cariño, ¿por qué lo hiciste?», de Mitchell Leisen, la convierte en matrona de la comedia sofisticada, mujer respetable pero siempre con ese aire pícaro que sabía sugerir a partir de un leve movimiento de cabeza, de una mirada de soslayo. ¿Pícaro? ¿O quizá algo más? En «Nacida para el mal» (1950), Nicholas Ray ya supo extraer su potencial arisco, desdeñoso. Y en «Más allá de la duda» (1955), Fritz Lang la retrató como a una dama indiferente, cuya espléndida madurez dejaba entrever una turbadora ambigüedad.
Relegada así a papeles secundarios o a oscuras apariciones en televisión, el final de su carrera no fue ni mejor ni peor que el de muchas de sus contemporáneas. A partir de los 60 no hay nada destacable en la filmografía de la mujer que pasó por Hollywood como una estrella fugaz, muy recordada por el gran público pero sólo por unas cuantas películas. Lo que pudo ser y no fue, lo que apuntaban muchas de sus apariciones, lo dio de sí a finales de los 70, cuando presentó un show en la pequeña pantalla. Dicen que una noche un invitado impertinente le espetó: «Porque sabe usted, señorita Fontaine, el teléfono lo inventó Graham Bell». A lo que ella contestó, sin pestañear: «¿Ah, sí? Creía que había sido Don Ameche».