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Las «start-up» israelíes quieren ser «scale-up»

No les basta con ser «unicornios» (valorados en 1.000 millones de dólares)

Las «start-up» israelíes quieren ser «scale-up»
Las «start-up» israelíes quieren ser «scale-up»larazon

Este pequeño país, con algo más de 8,7 millones de habitantes y una extensión de poco más de 22.000 km2, que no existía hace 71 años, es la cuna de inventos y soluciones que hoy están en el día a día de todo el mundo.

Este pequeño país, con algo más de 8,7 millones de habitantes y una extensión de poco más de 22.000 km2, que no existía hace 71 años, es la cuna de inventos y soluciones que hoy están en el día a día de todo el mundo. Las desalinizadoras, el riego por goteo, el tomate cherry, el «pendrive», el primer chat en Windows, los microprocesadores, «Firewall 1», la pillcam, Waze, el escudo antidrones, el vendaje de emergencia, el software de entrenamiento cerebral o el sistema de administración de insulina «Solo», entre otros muchos.

Todos estos hallazgos tienen el sello de una marca, Israel, que, hoy en día, es sinónimo de innovación y alta tecnología en los cinco continentes. Son fruto de un ingenio y una audacia, probablemente innatas, pero espoleadas por la aridez del desierto y la escasez de todo tipo de recursos que tenía antes y después de que David Ben-Gurion proclamara el Estado de Israel.

Este pueblo, con un fuerte orgullo de pertenencia y un patriotismo que mueve montañas, ha hecho de la necesidad virtud. Los israelíes han convertido las penurias, los contratiempos, los boicot, los embargos, las ofensivas militares... en oportunidades. Oportunidades para desarrollar una creatividad y una investigación aplicada que ha dado lugar a un hábitat de innovación y alta tecnología envidiable. Autoridades, empresas y hombres de negocios de todos los rincones han visto atraídos su atención y más de uno ha intentado replicarlo, aunque con poco éxito. Este entorno vibrante y disruptivo ha ido hilando un tupido tejido de 6.500 «start-up» y ha hecho que sea el tercer país, tras Estados Unidos y China, en número de compañías que cotizan en el Nasdaq, y uno de los líderes mundiales en captación de capital riesgo. Este hervidero innovador ha sido locomotora de una economía por la que nadie daba nada hace 70 años.

Los próceres del Movimiento Sionista empezaron a poner los cimientos del futuro Estado de Israel con mucha antelación. Supieron anticiparse, allanar la superficie y levantar los pilares que sostendrían la Nación. Con inteligencia y habilidad y, muy conscientes de la realidad, fueron perfilando un marco propicio para el desarrollo posterior. Una herramienta esencial han sido los kibutzin, explotaciones agrícolas gestionadas de forma colectiva y basadas en el trabajo y la propiedad comunes. El primer kibutz fue constituido en 1909 en Degania por diez hombres y dos mujeres bajo el liderazgo del artista Joseph Baraz. Estas comunas agrícolas fueron inspiradas por Aaron David Gordon y el sionismo socialista del soviético Ber Borojov. Jugaron un papel trascendental en el desarrollo de la economía del país, ya que cubrieron las necesidades alimenticias de los primeros tiempos, cuando no se podía importar absolutamente nada, y origen del 50% de las exportaciones actuales. Dan Senor y Saul Singer hacen hincapié de su importancia en «Star-up Nation». El expresidente Simon Peres, que vivió en uno de ellos, escribe en el prólogo de este «best seller»: «La tierra árida no producía ganancias financieras, sino pioneros voluntarios que se conformaban con poco. Éstos inventaron nuevas formas de vivir: donde antes no había nada, crearon los kibutzin, los moshavim, los pueblos (...). Trabajaron y excavaron la tierra con enorme autoexigencia. Pero también soñaron e innovaron».

Sistema universitario

Otra clave, el sistema educativo israelí, que tan útil ha sido, empezó a echar raíces en el primer cuarto del siglo XX. El 24 de julio de 1918 fue inaugurada la Universidad Hebrea, que fue impulsada por el químico Chain Weizzmann, primer presidente del Estado de Israel, y que contó con la colaboración de Freud y Einstein. En 1924 abrió sus puertas el Instituto Tecnológico Technion, el MIT israelí. Después, las de Tel Aviv, Bar-Ilan, Haifa y Bengurion. Las nueve universidades, que destacan en los ranking internacionales, y las 26 escuelas que conforman la red universitaria se concibieron con una orientación muy práctica.

Las investigaciones habrían de tener una traducción práctica. No bastaría con ser publicadas y abordadas en congresos. Habría que transmitirlas y transformarlas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y convertirlas en «business» que generen riqueza y empleo. Yaron Daniely es, desde 2017, el CEO de Yissum, la compañía de la Universidad Hebrea de Jerusalén dedicada a la transferencia de conocimientos. Destaca que una de las claves de esta labor tan fecunda es la estrecha relación que mantienen las instituciones educativas con las empresas. «Las universidades han de responder satisfactoriamente a sus necesidades y ser punto de partida de muchas “start-up”». «Muchos de los avances de grandes multinacionales han sido desarrolladas previamente en estos muros», comentaba Daniely en una pequeña sala de reuniones de unas dependencias muy austeras en uno de los campus de la histórica ciudad. A diferencia de lo que se hace habitualmente en otros lugares, este ecosistema se ha montado de arriba abajo, sin imposiciones desde las cumbres administrativas. Ran Natanzon, responsable de Innovación y Marca del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, recuerda que su país «es el primero del mundo por la calidad de investigación y el cuarto en número de patentes por millón de habitantes».

Las inmigraciones de judíos dispersos por todo el mundo es otro factor decisivo. El aumento de población en un país pequeño y con escasos recursos nunca fue un problema. Ni siquiera en los primeros momentos. Todos, sin excepción, eran acogidos con gran hospitalidad e integrados con rapidez. Una buena parte de ellos aportaron mucho, ya que habían adquirido una gran preparación y experiencia en sectores diferentes en sus países de origen. Pronto, empezaron a desarrollar proyectos en las distintas comunidades y, en cuanto consiguen algo de financiación, a emprender. El gran impulso se produce, sin duda, en la década de los 90 tras la caída del Muro de Berlín, explica Ran Natanzon. Juegan un papel especialmente relevante los cientos de miles de judíos que llegan de la extinta URSS. Muchos de ellos son científicos y técnicos de alto nivel que, sin apenas tiempo para asentarse, se pusieron manos a la obra. La diversidad de orígenes y culturas, consecuencia de este fenómeno, también es crucial, subraya. «Todos, vengan de donde vengan, tienen un poso común», comenta Hatchwell. Las 19 incubadoras tecnológicas, cuenta Natanzon, han jugado, asimismo, un papel destacado para convertir en realidad lo que era una simple idea.

Cuesta entender esta eclosión en una de las zonas más conflictivas del Planeta. Sin embargo, ni los ataques armados, ni los atentados, ni las últimas guerras, ni las desafíos continuos son un freno. Senor y Singer mantienen que Israel ha logrado separar la amenaza a su seguridad de sus oportunidades de crecimiento económico.

Dicho de otro modo, «están seguros de que sus “start-up” sobrevivirán a los periodos de conflicto y han conseguido convencer de ello a los inversores». El propio Medved comentó a este periodista, en plena convención anual de OurCrowd (celebrada el pasado 7 de marzo en Jerusalén), que frecuentemente hay agresiones, «ayer mismo lanzaron misiles y nadie ha dejado de venir por eso al “Summit”; nunca hay conexión de la situación política de mi país y el ecosistema “start-ups”. Tenemos una defensa buena que da confianza».

El talento en Israel es mucho y notable. Un ejemplo es que cuenta con 12 premios Nobel. Pero, como aseguran los citados autores, el secreto de Israel no sólo reside en éste, sino que lo trasciende. «Nosotros tenemos la ‘’chutzpah”», aduce Medved enérgicamente como si de un arma de una tecnología imbatible se tratara. Es tan solo una palabra yidis que describe a la perfección la manera de actuar y afrontar la vida de los israelíes.

Significa algo así como arrojo, insolencia, frescura, descaro. Esa idiosincrasia se ha revelado esencial en el ámbito empresarial. Al igual que su concepción de la autoridad. No tiene ningún reparo para decirle a un jefe que ha metido la pata. Su espíritu de autocrítica. Su insatisfacción constante. Su pragmatismo. Su capacidad para asumir riesgo. Su cultura del fracaso. No se estigmatiza a quien falla en el intento. Su concepción multidisciplinar del trabajo que les permite aprovechar los avances de una especialidad en otra muy diferente. Son innumerables las ocasiones en que se han aprovechado las soluciones diseñadas en el campo militar en sectores como el de la medicina. O la importancia del sentimiento de pueblo que se deriva de su religión.

LA UNIDAD 8200

El servicio militar obligatorio –tres años, los hombres; dos, las mujeres– forma a los israelíes. Les enseña a trabajar en equipo a investigar, a ser resilientes, a establecer relaciones, a dirigir grupos humanos, a manejar recursos muy costosos, a improvisar soluciones en circunstancias a veces trágicas... Además, el currículum militar es aprovechado por las compañías. Especialmente ha sido importante la unidad inteligencia 8200, inventada por un profesor de la Universidad Hebrea tras los fallos detectados en la guerra del Yom Kippur.

La innovación es, sin duda, la base de las 6.500 «start-ups». De ella beben los grandes gigantes tecnológicos, que se dieron cuenta hace ya mucho de que esta tierra es una mina, lo que les llevó a muchas a montar centros de I+D+i propio. «Hay 450», recuerda Medved. En ellos se han concebido, diseñado y desarrollado algunos de esos dispositivos, o componentes imprescindibles, que nos están cambiando la vida. Incluso PayPal, eBay, Google, AOL, Uber o Nike y otras muchas han comprado un voluminoso número de «start-ups» israelíes. La diversificación es uno de los rasgos distintivos de este ecosistema. Apuesta por áreas de actividad muy diferentes: militar, agroalimentario, ciberseguridad, automoción (coches conectados, autónomos voladores), «big data», farmacia, química, sistemas de diagnosis, biotecnología, construcción, eSports y un largo etc.

Aparte de ese dinamismo, sin dinero nada hubiera sido posible. Las primeras financiaciones fueron llegando, gota a gota, desde distintas partes del mundo enviadas por judíos que, entre otras razones, lo hacían por contribuir a la consolidación y fortalecimiento del Estado. El detonante de este boom, «la chispa que lo prendió todo», como dicen Dan Senor y Saul Singer, fue el programa Yozma, a través del cual el Gobierno invirtió 100 millones en una decena de fondos de capital riesgo que, a su vez deberían estar integrados por un grupo capitalista de estas características en periodo de formación, una sociedad extranjera de capital riesgo y un banco de inversión o compañía inversora israelí. Los resultados de esta audaz iniciativa son impactantes. El año pasado se captaron más de 6.474 millones de dólares frente a los 2. 954 de 2013. Una buena parte de ese dinero procede de Estados Unidos, pero cada vez tiene más peso el capital asiático. El CEO de la Autoridad de Innovación de Israel, Aharon Aharon, explica que hoy la Administración aporta hasta el 40% en empresas sustentadas por el capital riesgo, y hasta el 85% en los proyectos que no cuentan con este tipo de fondos. Incluso, a fondo perdido en ambos casos, si fracasan.

El presidente de OurCrowd España mantiene que «ese mismo espíritu de la sociedad para impulsar un entorno emprendedor ha calado en el sector público. La Administración ha tomado decisiones valientes que también lo ha incentivado. El valor diferenciador con respecto a otros países es que su nivel de asunción de riesgos es mucho mayor, no existe otro igual, sin importarle las críticas políticas».

El tamaño del mercado nunca ha sido un problema para este pueblo. La internacionalización ha estado siempre en su punto de mira. Pero donde sí se presenta un problema de dimensión es en las «start-up». Aquí se escuchan frases del tenor siguiente: «Lo que necesitamos es un Google de nacional». Medved se ríe y niega con la cabeza. El reto es otro: convertir la Star-Up Nation en una Scale-Up Nation. Compañías con músculo financiero y fuerte potencial de crecimiento que les permita volar solas sin que se vean obligadas a ser adquiridas por los grandes gigantes y huir del estancamiento que en esta revolución digital de vértigo es casi sinónimo de muerte.

«Necesitamos –añade Medved– tenermás como Mobileye». Ésta fue comprada por Intel en 2017 por más de 14.000 millones de euros. «Necesitamos compañías de entre 10 y 20 billones. Ése es el paso que hemos de dar ahora, después ya habrá tiempo para hacer las de cientos de billones (americanos)». «Hoy, los nuevos superhéroes no son los que transfieren sus negocios por 200 o 500 millones, sino quienes son capaces de crear empresas muy grandes, sostenibles en el tiempo», apunta David Hatchwell.

Probablemente, los emprendedores no quiera tropezar en la misma piedra que el pueblo judío, según Simon Peres. «El error más grande fue que nuestros sueños fueron demasiado pequeños. Yo le digo a la gente, no hagan sus sueños pequeños, sueñen grandes cosas – y las van a alcanzar».

El «milagro israelí»

Precisamente, esa innovación es el motor de un progreso económico espectacular y de lo que se ha dado en llamar el «milagro israelí. Un fenómeno que se ha logrado en siete décadas, poco tiempo dado el punto de partida, pero que se ha ido obrando lenta y pacientemente y que tiene su punto de inflexión en 2005, una vez que se puso fin a la Segunda Intifada. Entre 1948 y 1973, en octubre de ese año tiene lugar la Guerra del Yom Kippur, la «nueva» Nación crece, año a año, una media del 5%. Aun así, el PIB registró en 1974 un aumento del 6,5% que se vio reducido drásticamente en los ejercicios siguientes, a más de la mitad en 1975. Después, con mayores o menores altibajos, el Producto Interior Bruto ha ido escalando hasta el punto de que de los 109.954 millones de euros de 1999 ha pasado a 323.053 en 2018. Un aumento del 193,8% .

Sus magnitudes macroeconómicas ponen de relieve este prodigio. Su renta per cápita es de 36.553 euros, muy por encima del promedio mundial (10.356 euros) y de los países del entorno como Estado de Palestina (2.739 euros) o Jordania (3.656 euros). Su tasa de paro es del 4,1%, prácticamente pleno empleo. Su salario medio es de 36.429 euros al año y el mínimo, de 1.273 euros mensuales. El IPC es de 1,2% cuando en 1985 era de 345,67%.

Pero la economía israelí presenta debilidades. Ha descendido el gasto en educación y sanidad. El coste de la defensa nacional es muy alto. El sistema bancario es casi un monopolio. El sistema financiero convencional está en pañales. La burocracia es alta. Falta agilidad en los trámites para montar una empresa. En los sectores tradicionales, los salarios son más bajos que en el tecnológico. La cualificación en ellos no es muy alta. Muchos tienen pendiente aún una transformación. Las minorías están escasamente implicadas en el devenir económico. La presión fiscal recae especialmente en la clase media. Un mercado de la vivienda restringido, consecuencia de la falta de riesgo por parte de las entidades bancarias, por lo que el coste es alto. Las infraestructuras de transporte urbano e interurbano son antiguas e insuficientes.