Opinión

Desescalada política, máxima cautela

El incremento de las infecciones por coronavirus entre los niños y los adolescentes es un indicador de que algo no se está haciendo bien en el proceso de desconfinamiento que dirige el Gobierno.

Se ha vuelto un lugar común entre nuestras autoridades la advertencia de que la batalla contra la epidemia se encuentra en un momento crítico y que es imprescindible no bajar la guardia. Y, sin embargo, se predica sobre una población bombardeada con todo tipo de mensajes contradictorios, confusa por la prolijidad de normas, consejos y recomendaciones de difícil asimilación y, al menos en una buena parte, con la percepción del peligro relajada, cuando lo cierto es que la mecánica del virus no ha cambiado en absoluto.

Así, los datos que hoy revela LA RAZÓN sobre el incremento de los contagios en niños y adolescentes, minusvalorados desde las instancias gubernamentales, no deberían echarse en saco roto por unos ciudadanos a quienes, más tarde o más temprano, se va a responsabilizar de cualquier rebrote de la infección, por más que se haya seguido disciplinariamente lo ordenado por el Gobierno, que autorizó la salida controlada de los menores a la calles, lo que, al final, en la general atenuación del confinamiento, derivó hacia una prematura normalidad.

Ello explicaría que entre el 26 de abril y el 11 de mayo se haya producido un incremento de los contagios por coronavirus del 29,34 por ciento entre los menores de 0 a 9 años, y de un 36,85 por ciento, entre los 10 y 19 años. También suben las cifras de hospitalizados y el número de los ingresados en UCI, estos últimos con aumentos de hasta el 39 por ciento entre los más pequeños. Si en términos numéricos no son muchos, comparados con el conjunto de los infectados, relativamente son indicadores de que algo no se está haciendo bien. Crece, también, entre la opinión pública la perplejidad ante la manera con la que se está llevando a cabo la desescalada, no tanto por la asimetría, como por la ausencia de criterios claros, reflejada en las continuas rectificaciones y cambios de normas. Y, asimismo, crecen las sospechas de que algunas de las decisiones han sido adoptadas bajo servidumbres políticas de imposible justificación.

Es el caso del pase a la Fase-1 del País Vasco, denunciado por Unidas Podemos, socios del Gobierno central, y que el propio Ejecutivo vasco ha tenido que modular, prohibiendo, por ejemplo, las reuniones domiciliarias. Tampoco se entiende que a una provincia como Vizcaya, con peores indicadores sanitarios que Granada, se la haya autorizado la progresión de grado y no se haya hecho con la andaluza. A esta impresión negativa contribuye, sin duda, que desde La Moncloa se insista en no hacer públicos los nombres de quienes integran el comité de evaluación, pese a que así lo exige la legislación vigente. Por supuesto, es imperativo que la economía vuelva a funcionar antes de que la destrucción del tejido productivo sea irrecuperable, pero, tal vez, habría que ajustar más los criterios a las características de cada segmento de población, puesto que no se puede esperar el mismo comportamiento de prevención social entre los menores y adolescentes que entre los adultos, así como racionalizar una normativa desmesurada, que en muchos casos desconocen los propios encargados de su aplicación y que, en puridad, obligaría al ciudadano a llevar consigo las copias de los decretos y órdenes ministeriales del BOE.

Mientras, lo único que cabe hacer desde la responsabilidad personal es mantener la alerta y emplear ese sentido común que nos advierte del riesgo de algunas conductas, por más que se encuentren entre las autorizadas por el Gobierno. Higiene, mascarillas, distancia de seguridad, prevención con los más mayores y con los niños a la espera de que los test de diagnóstico y las políticas de seguimiento de casos, que es como se combate una epidemia, se generalicen y nos permitan dibujar un cuadro más exacto de la extensión del coronavirus.