Elecciones catalanas
Viene siendo habitual que cualquier convocatoria electoral en Cataluña –sea local, autonómica, nacional o europea– se considere un plebiscito siempre a favor de la independencia. Si por lo menos no se consigue la mayoría, al menos que sea la opción más votada. Sus dirigentes, que son muchos y verdaderos profesionales en engordar el «conflicto» a cargo del presupuesto público, tienen recursos para salir siempre vencedores. Dominan todo el tablero político, la Generalitat, los resortes de poder de su inabarcable «sociedad civil», los medios de comunicación públicos, de ahí que durante esta campaña no se haya debatido sobre la gestión del actual gobierno formado por ERC y JxCat, que, si se puede caracterizar por algo, es por no haber existido, mientras toda las energía política se ha puesto en «hacer república». De ahí que en la campaña electoral la situación económica no haya tenido ningún espacio: que la caída del PIB haya sido la más fuerte de todas las autonomías en los últimos dos años, que más de 5.500 empresas se fueron de Cataluña después del 1-O.
Ni tampoco la sanidad, ni la educación, ni los retos energéticos en un mercado global... El marco mental impuesto es, como siempre, el hecho identitario, algo que moviliza especialmente a su electorado independentista, a la vez que se propicia el desafecto de los ciudadanos no inscritos en el ideario nacionalista, prácticamente expulsados del régimen. La excepcionalidad de la epidemia favorece al independentismo y, de manera especial, al partido de Puigdemont. Si, tal y como indican todos los sondeos, la participación se sitúa en el 60% –que es el nivel medio del periodo pujolista–, el voto constitucionalista se verá resentido. Sólo si la abstención es baja, como en los comicios de 2017 que llevaron a Cs a ser la fuerza más votada, con el 79% de electores movilizados, las opciones crecen. Según la composición del Parlament y vaticinan las encuestas, todo indica que el independentismo volverá a conseguir la mayoría, aunque se desconoce quién puede ser el más votado y, por lo tanto, a quién corresponde iniciar la formación de gobierno, posibilidad que se resolverá en una guerra abierta entre JxCat y ERC. Por contra, si Junqueras opta por un tripartito de izquierdas –pese a haber renunciado– junto al PSC y En Comú Podem, a cambio de asegurar la estabilidad del gobierno de Pedro Sánchez, asistiremos a un extenuante espectáculo de guiñol de consecuencias políticas desconocidas. El constitucionalismo no tiene más opción que llamar a su electorado a las urnas ante una situación excepcional. Una parte de los catalanes ha sido silenciada durante el «proceso» y relegada a una ciudadanía de segunda clase, por lo que hay que romper ese «cordón sanitario» impuesto contra el constitucionalismo. Un voto contra lo que expresó el «gurú» del nacionalismo Lluís Llach: «Si no votamos a los nuestros, vendrán los otros».