Editoriales
Entre la negación y el apocalipsis climático
El discurso inaugural de la cumbre del clima de Sharm el Sheij (Egipto), pronunciado por el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, más allá del tono apocalíptico al uso, no deja de enviar un mensaje equívoco al mundo sobre el fondo de la discusión, puesto que no se trata tanto de denostar el modelo económico del capitalismo y, de paso, el libre mercado, como de ajustar el necesario proceso de descarbonización a unos tiempos razonables y, sobre todo, realistas.
Y, en este sentido, nada más frustrante que la comprobación, un año más, de que las grandes potencias industriales, las que más gases de efecto invernadero emiten a la atmósfera, insisten en unas dinámicas de crecimiento económico, basado en la energía barata, sin solución de continuidad. Ciertamente, la guerra de Ucrania ha puesto de relieve la enorme dificultad del reto climático, pero, también, los errores estratégicos en el modelo de sustitución del mix energético por fuentes renovables, y, sin embargo, no es posible negar que los esfuerzos acometidos han sido asimétricos en el concierto internacional. O, dicho de otra forma, sólo en las regiones más ricas del mundo y con poblaciones más concienciadas y menos dependientes económicamente, como la Unión Europea, se han podido tomar medidas eficientes de reducción de emisiones, aunque, eso sí, a cambio de un incremento artificial de los costes de producción, enjugados mediante las llamadas políticas fiscales verdes.
El problema ha venido dado con la combinación fatal de la exclusión forzada de uno de los principales suministradores de energía, Rusia, del mercado energético y un proceso inflacionario originado, entre otras causas, por las consecuencias de la pandemia de coronavirus. Era, pues, inevitable, que los gobiernos adoptaran medidas de emergencia, como la vuelta al carbón –ejemplificado en España con la reactivación de la central de As Pontes– y la ralentización de los planes de sustitución de los combustibles fósiles. Frente a esta realidad, inevitable, asistimos a la elevación de la alarma climática, con tintes, a veces, que rayan lo grotesco y que, a la postre, no dejan de alimentar un negacionismo que gana posiciones entre una opinión pública que en las circunstancias sobrevenidas de la pandemia y la guerra ucraniana no puede o no está dispuesta a afrontar los elevados costes económicos y sociales de la descarbonización.
En cualquier caso, las políticas del miedo y el reproche carecen de la menor eficacia mientras los grandes contaminadores –Rusia, China, India y Estados Unidos– no acometan planes realistas de reducción de emisiones y transformación de sus sistemas productivos. Y, ahí, la fiscalidad, en forma de «aranceles verdes», debe esgrimirse como instrumento de cambio. Lo demás es insistir en los bolsillos de quienes ya los tenían abiertos.
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