
Editorial
A más impuestos, peores servicios
No sólo del transporte ferroviario, porque también Educación, Sanidad, Vivienda Protegida, Dependencia, Seguridad Ciudadana y Justicia, a los que habría que añadir la atención al ciudadano, han perdido los estándares de calidad con los que se prestaban hace sólo una década.

Lo que el ministro de Transportes, Óscar Puente, consideraba ayer un «acto grave de sabotaje», está tipificado en nuestro Código Penal como un simple «robo con fuerza» y es un delito habitual en las redes ferroviarias españolas –el robo de cables– cada vez que sube el precio del cobre en el mercado de materias primas. Entendemos que el ministro Puente no lleva una buena racha, pero no es cuestión de alarmar a los ciudadanos con acusaciones conspiranoicas cuando lo que en realidad sucede es el deterioro paulatino y constante del servicio ferroviario español, con especial incidencia en las Cercanías y con el mascarón de proa del pésimo estado de algunas de las estaciones más utilizadas, como la de Majadahonda, en Madrid, indignas de un país desarrollado.
Ciertamente, no han ayudado al mejor funcionamiento del ferrocarril algunos nombramientos políticos de los altos cargos de Adif y Renfe, pero la cuestión de fondo es la infrafinanciación de un transporte de viajeros y mercancías sobre el que, de creer a este Gobierno, iba a pivotar buena parte de la transformación ecológica nacional. Las continuas incidencias, con miles de usuarios que llegan tarde a sus trabajos o que deben pasar largas horas, sin atención, en medio de la nada, como ha sucedido este domingo, vuelta del Puente de Mayo, ameritarían mejores gestores de lo público, puesto que a estas alturas no es cuestión de cargar la responsabilidad en unos trabajadores ferroviarios que llevan muchas décadas demostrando su competencia.
Nadie, por supuesto, espera una dimisión del ministro que, en realidad, debería extenderse al conjunto de un Gabinete sobredimensionado, tanto en departamentos como en personal asesor, que contempla como si no fuera con ellos el deterioro de los servicios públicos, y no sólo del transporte ferroviario, porque también Educación, Sanidad, Vivienda Protegida, Dependencia, Seguridad Ciudadana y Justicia, a los que habría que añadir la atención al ciudadano por parte de los distintos organismos oficiales, han perdido los estándares de calidad con los que se prestaban hace sólo una década.
Y todo ello, en un escenario de precios disparados por una inflación que el Gobierno, empeñado en una especie de cruzada contra las empresas privadas mientras coloniza con sus afines las empresas públicas y participadas por el Estado, se está viendo incapaz de controlar. Con un récord histórico de recaudación fiscal, fruto de una política extractiva de una voracidad que no parece tener límites –más de la mitad de los salarios están cargados de impuestos y cotizaciones–, cabría suponerse una mejor financiación de los servicios públicos, pero no es el caso. Ni siquiera necesidades clamorosas, como la atención a los enfermos de ELA, encuentran respuesta adecuada en la acción de un Gobierno incapaz de aprobar unos Presupuestos.
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