Editorial
El poder no ataca a los jueces en democracia
Que la presidenta del Supremo tuviera que recordar ayer que todos los ciudadanos españoles sin excepción están sometidos al imperio de la Ley demuestra hasta qué punto se han deteriorado con este gobierno social-comunista los consensos básicos de la Transición
Una cerrada ovación, ciertamente inédita en la solemnidad de un acto como la apertura del Año Judicial, de los jueces y fiscales presentes en el salón de plenos del Tribunal Supremo, rubricó las palabras del la presidenta del Alto Tribunal y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Isabel Perelló, que acababa de denunciar, alto y claro y ante el propio ministro de Justicia, Félix Bolaños, las descalificaciones de la acción de la Justicia por parte del Gobierno de la nación y exigido que no «se nos presione, que no se nos condicione, que no se erosione la credibilidad de los tribunales con juicios de oportunidad política o de cualquier otro tipo». Hubo más, por supuesto, en la defensa del Estado de Derecho y de la independencia del Poder Judicial como garantía del buen funcionamiento de la democracia y, también, no faltó una referencia plenamente intencionada a las recomendaciones del Consejo de Europa, señalando el respeto y la lealtad que los otros poderes del Estado deben siempre mantener ante la acción judicial. En definitiva, un memorial de agravios en toda regla, con la moderación en la forma de quien representa a uno de los pilares sobre los que se sustentan todas las sociedades democráticas, que debería hacer reflexionar al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, sobre el malestar y el disgusto extendido entre unos jueces y fiscales que no están dispuestos a tolerar que se acuse simple y llanamente de prevaricación a aquellos compañeros que, desde la condición de juez predeterminado, tienen que investigar conductas delictivas en el entorno gubernamental sin la mínima colaboración exigible a cualquier servidor público y bajo el señalamiento criminoso del mismísimo jefe del Ejecutivo. Una situación que, desafortunadamente, no se da sólo en España, sino que parece extenderse como una plaga entre naciones democráticas atacadas por el embate de los populismos. Desde Trump a Netanyahu, pasando por Orban y Sánchez, se repiten las acusaciones de injerencia política y sectarismo contra unos jueces que sólo tratan de hacer su trabajo desde la independencia y el respeto a las leyes, y bajo las garantías procesales que conceden a cualquier ciudadano los ordenamientos jurídicos de las democracias. Que la presidenta del Supremo tuviera que recordar ayer que todos los ciudadanos españoles sin excepción están sometidos al imperio de la Ley demuestra hasta qué punto se han deteriorado con este gobierno social-comunista los consensos básicos de la Transición, que nos llevaron hasta una de las pocas democracias plenas del mundo. Demasiada urgencia política y partidista de un Gobierno en minoría que ha tenido que retorcer leyes, códigos y reglamentos para mantener el apoyo parlamentario de quienes, precisamente, más desencuentros habían tenido en tiempos recientes con nuestra Constitución.