Crítica de cine

«El atlas de las nubes», un ejercicio delirante

Dirección y guión: A. y L. Wachowski y Tom Tywker. Intérpretes: Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Jim Sturgess. Alemania. EE UU-Hong Kong-Singapur, 2012. Duración: 172 min. Fantástico.

La Razón
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¿Qué tienen en común Apichatpong Weerasethakul y el trío formado por los hermanos Wachowski y Tom Tykwer? Que todos creen en la reencarnación en el sentido fílmico de la palabra; cada secuencia no es más que una capa, el estrato de una placa tectónica de infinita profundidad, una vida sedimentada sobre otra y así hasta cansarse. «Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas» no es tan distinta a «El atlas de las nubes»: lo que ocurre es que el cineasta tailandés dejaba fluir sus (a)simetrías, construía sus secretos vasos comunicantes, sugiriendo las conexiones en la imaginación de cada espectador.

La catedral edificada por los Wachowski y Tom Tykwer funciona de modo diametralmente opuesto: las seis historias que la configuran parecen existir sólo para rimar, como un soneto interminable en el que el poeta busca palabras para rellenar el verso y cuadrar las métricas.

Como ejercicio de montaje, «El atlas de las nubes» es insuperable. Si David Mitchell, autor de la novela en que se basa, se conformaba con narrar sus relatos uno detrás de otro, de manera lineal, los Wachowski y Tykwer utilizan el más mínimo detalle para tender puentes, y subrayar el efecto mariposa que define la predestinación a través de los tiempos. El montaje paralelo es, desde el prólogo, una constante, y es mérito del trío que el espectador se oriente en ese laberinto que da para seis películas enteras. Cada una de ellas explora diversos géneros –el cine de aventuras, el melodrama trágico, el thriller político, la comedia «british», la ciencia-ficción distópica y la fábula apocalíptica- sin que los cineastas hagan el mínimo cambio en su puesta en escena, como si desapareciendo tras las imágenes destacaran aún más las similitudes entre ellas.

Enorme palíndromo sobre el amor y la solidaridad, sobre la necesidad de liberarse de una falsa realidad («Matrix») que nos oprime, sobre la vida como ecuación determinada por el azar («Corre, Lola corre»), obliga a que varios actores –¿Halle Berry haciendo de rubia? ¿Hugo Weaving como enfermera dominatrix? ¿Tom Hanks como científico de repente enamorado?– hagan el ridículo interpretando a personajes bajo capas imposibles de maquillaje. El misticismo «new age» que se destila de esta discutible decisión de «casting» distancia al espectador, pero es el síntoma del delirio que anima a este proyecto suicida.