Cristina L. Schlichting
El fenómeno de los debates
El porcentaje de las personas que cambian su voto es nimio
No sirven para nada, pero traen a todo el mundo de cabeza. Es el extraño resumen sobre los debates electorales. Los expertos cifran en un porcentaje nimio el número de personas que cambian su voto tras un cara a cara y, sin embargo, los candidatos se encierran a estudiar para prepararse durante horas y las audiencias son millonarias.
He colgado una encuestilla en mi Instagram y el 50% de los participantes dice que «pasa» de ver los debates. Otro 46% afirma que los sigue, «aunque ya sé mi voto». Tan sólo un 3% los califica de «importantes para decidir». Es más o menos lo que dicen los peritos en materia electoral. Así pues, ¿por qué se hacen?
Miguel Ángel Rodríguez dice que el público asiste al ring televisivo como el que lleva su niño a la tele: para sostener y animar a su favorito, del que solo desea que triunfe. Se trata, pues, de no defraudar a los tuyos y, si es posible, enardecerlos. Cuentas en ese proceso con cierto apoyo: están de tu parte, así que disculparán tus errores, mirarán hacia otro lado cuando sea el contrario quien triunfe, centrarán su mirada en ti y no en los demás.
Como mucho, el triunfador (que es siempre subjetivo) puede contribuir al llamado «efecto bandwagon», que cabría resumir como deseo generalizado de sumarse al bando ganador. Quien más posibilidades tenga, ejerce un «efecto arrastre» sobre la sociedad, porque todos quieren triunfar. Los perdedores no gustan. Así que, si estás bastante decidido a votar a determinada persona y lo hace bien, quedas reforzado. De lo contrario, podrías dudar y hasta abstenerte.
El debate del lunes no va a cambiar el hecho de que en España en estos momentos hay dos bloques (derecha e izquierda) y que Sánchez y Feijóo encabezan cada uno. No habrá trasvase de votos de uno a otro. El debate solo enardecerá más o menos.
El mecanismo es totalmente artificial, nada se deja a la improvisación. Para empezar, los partidos negocian todo. El lugar y el moderador, desde luego, la duración y los bloques, pero hasta los tiros de cámara y los minutos que se debe enfocar a uno u otro candidato. En el cara a cara del lunes, el método del sorteo ha beneficiado a Alberto Núñez Feijóo, que se ha llevado el «minuto de oro», el final del debate, el que se queda «colgando» en la memoria inmediata de los espectadores porque ya no es «barrido» por un contraataque. Al del PP le ha correspondido abrir el segundo y cuarto bloque y hablar el último. A Sánchez, iniciar la cita y empezar los bloques uno y tres.
Los asesores estudian estos días con los púgiles cientos de posibles escenarios. Cientos de temas y posibles preguntas. Cientos de ejemplos. Cientos de trucos. No han de moverse en exceso, ni gesticular, que queda muy histriónico en tele. Han de mirar a cámara para que los espectadores valoren su mirada clara. No gritarán, sonreirán adecuadamente, pero sin perder seriedad y aprenderán a no descomponerse, por más que el otro les mente a la madre. Seguramente inventen con los expertos algún truco, como mostrar gráficos, enarbolar libros u ofrecer objetos al contrario.
Es todo una inmensa factoría de comunicación de masas donde el factor personal, que sin duda es decisivo en política, apenas desempeña papel alguno. En Occidente es imposible entrevistar a un político ducho y esperar espontaneidad, porque no la hay. Se sabe todas las respuestas. Tan solo puedes limitarle el tiempo o dejarle claro en tus preguntas lo que quieres decirle. El espacio lo domina él.
Por consolarles, les diré que los debates me gustan. Son una lidia entretenida y ayudan a la audiencia a repasar los programas electorales, que son importantes. Y siempre, indudablemente, se cuela el indomeñable y fascinante factor humano.
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