Análisis

Cataluña no es un país normal

Aragonès es el president, pero también es un títere al que se le puede ningunear

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, durante una comparecencia
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, durante una comparecenciaQuique GarciaEFE

Érase una vez un país normal en el que el presidente de la Generalitat desautorizó a su vicepresidente a cuenta de la prolongación del aeropuerto. Una vez desautorizado, el vicepresidente presentó la dimisión. Érase una vez un país normal en el que los partidos de Gobierno debían configurar una delegación con la que contraponer posiciones con el Gobierno del Estado. La delegación debería estar formada por miembros del Govern. El grupo minoritario desautorizó al presidente y decidió proponer a miembros del partido, no del Gobierno. El desaire tuvo una respuesta rápida por parte del presidente: fueron destituidos.

Eso pasó en un país normal y Cataluña no lo es. Ni el vicepresidente, con nombre Jordi Puigneró, presentó su dimisión, ni el presidente, llamado Pere Aragonés, destituyó a los miembros de su Gobierno cuando le hicieron pasearse por el alambre del ridículo. Lo sucedido en los últimos días en Cataluña es lo más aproximado a un sainete, a una ópera bufa. Dicen las crónicas que Aragonés ha tenido un golpe de autoridad dejando fuera a los propuestos por Junts per Catalunya en la Mesa de Diálogo. Sin embargo, siguiendo a pies juntillas la letra pequeña, Aragonés solo les ha dado un capón. Si hubiera tenido un gesto de autoridad les habría echado a patadas. Los habría cesado. Eso no ha pasado, ni pasará, porque Cataluña no es un país normal.

La semana pasada, Aragonés intentó cerrar un acuerdo con Junts per Catalunyasobre la composición de la Mesa de Diálogo. No lo consiguió porque carece de la fuerza moral suficiente para imponer su criterio. Es president de la Generalitat, pero también es un títere al que se le puede ningunear porque ERC no tiene el cuajo para poner de patitas en la calle a sus socios desleales. Durante toda la semana, Junts se ha hecho de rogar para a última hora darle la estocada. El presidente catalán sabía que Sánchez iría a la reunión. Se lo dijo el presidente cuando se vieron en privado en Moncloa. No le dio garantías, pero dijo lo suficiente. Aragonés contaba con Sánchez y esperaba que sus socios, más bien supuestos, cumplieran con su parte. Pero Junts no está por la gobernabilidad, está por la inestabilidad, y al primero al que hay que mover la silla se llama Pere Aragonés.

El problema es que Junts per Catalunya es literalmente un galimatías como partido, una entelequia como organización, y es difícil conformar una delegación porque Junts, el partido de Puigdemont, es una pugna constante de diversas facciones. Y pusieron nombre y apellidos a estas facciones designando a un miembro de todas y cada una de ellas en la delegación de la Mesa de Diálogo.

Solo les une una cosa: cómo destruirla. En eso se afanaron y nombraron a tres de sus candidatos para dirigir el partido, los tres Jordis –Jordi Puigneró, Jordi Sánchez y Jordi Turull– y al sucedáneo de embajadora plenipotenciaria de Carles Puigdemont, Miriam Nogueras. Ciertamente, les une otra cuestión. Además de dinamitar la Mesa de Diálogo les une como dejar al borde del precipicio, del ridículo, al presidente de la Generalitat. Ayer lo consiguieron porque ni Aragonés ni los suyos fueron capaces de intuir la tomadura de pelo de Carles Puigdemont y sus huestes patrióticas.

Aragonés reaccionó y se plantó. Aunque sea a medias. Les afeó su conducta pero no los cesó, porque romper el Gobierno –ineficaz, inútil, impresentable– de coalición es tanto como reconocer que el independentismo es incapaz de gobernar. Ni tan siquiera es capaz de estar a la altura de las cuestiones más nimias. Ni en el aeropuerto, ni en la negociación con el Estado. Aragonés se ha plantado, tarde y mal, y el problema se ha gangrenado, dejando en la entelequia al Ejecutivo catalán. El independentismo no puede, ni sabe, gobernar Cataluña, pero ERC no está madura para mandar a por donde amargan los pepinos a sus socios y buscar alianzas con el PSC. A Cataluña le iría mejor, pero ERC no se atreve a dar ese paso que cada día más sectores demandan de forma más o menos público.

La mañana de ayer fue lo más parecido al camarote de los hermanos Marx. Primero supimos que Pedro Sánchez solo se pasará a saludar por la Mesa y mantendrá un encuentro con Aragonés. Luego, ante la deslealtad de Junts de filtrar los nombres de su propuesta, los de Aragonés bramaban desde las redes. Los miembros de la delegación catalana deben ser miembros del Govern. No se contempla otra posibilidad, decían. Ya era tarde.

Aragonés había traspasado esa delgada línea roja que separa al mandatario del mandado. Por si fuera poco, se agarraban a un clavo ardiendo para retomar la negociación sobre los 1.700 millones de inversión en El Prat. Dicen que queda un año de negociación. Eso solo lo piensan los pringados. La inversión es ahora o nunca, pero Aragonés ha ido tan lejos que dar marcha atrás es un oxímoron. Los millones se diluyen porque el Gobierno es solo una entelequia. Aragonés debería dimitir y volver a convocar elecciones. O como mínimo, sacar fuera de su Gobierno a los que le quieren dejar en la inanición. Ya saben, Cataluña no es un país normal. A lo sumo, una república bananera.