Opinión

El Poder Judicial no es cogobernante

Deben cumplir los requisitos previstos en el ordenamiento y no pueden ser caprichosos o arbitrarios, por lo que se pueden anular si son contrarios a derecho

Toque de queda en Madrid.
Toque de queda en Madrid.©Gonzalo Pérez MataLa Razón.

La separación de poderes es un principio básico del Estado constitucional. De hecho, desde la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 se considera que una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución. La idea que subyace detrás de este principio es que la separación de poderes resulta necesaria para garantizar la libertad de las personas y controlar al poder.

La separación de poderes se concreta en que las distintas funciones del Estado deben estar atribuidas a órganos separados para limitarlos en el ejercicio del poder. Uno de esos órganos es el Gobierno que dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Para el cumplimiento de esas finalidades el Gobierno ejerce la función ejecutiva, que consiste en la dirección política y de la Administración, y la potestad reglamentaria, que es el poder de aprobar reglamentos.

Por otro lado, son los tribunales los que controlan si los reglamentos o las medidas gubernativas se ajustan a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Esa verificación de la validez de la actuación administrativa es posible porque los tribunales son ajenos a las decisiones gubernamentales, porque su función no es la de gobernar, ni cogobernar, sino la de juzgar, y porque son independientes.

Sin embargo, con motivo de la pandemia, y tras la finalización de los estados de alarma, las Cortes Generales aprobaron la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, con la finalidad de implicar al Poder Judicial en las funciones propias del Gobierno, creando así una auténtica distorsión de la separación de poderes. En concreto, la disposición final segunda de dicha ley modificó la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa y atribuyó a las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia la competencia para autorizar o ratificar las medidas de carácter general que adoptasen las autoridades sanitarias autonómicas o locales que implicasen limitación de derechos fundamentales. También se atribuyó esa competencia a la Audiencia Nacional respecto a las disposiciones generales urgentes para la protección de la salud, que implicasen limitación de derechos fundamentales, aprobadas por la autoridad sanitaria estatal. Así, por ejemplo, si el consejero de Sanidad decidía que para acceder a un establecimiento de hostelería era preciso estar en posesión del certificado Covid, y dictaba un decreto ordenándolo, tenía que ser ratificado por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma correspondiente. La singularidad de esa modificación de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa se introdujo mediante enmienda en el Senado. En el mensaje motivado de esta se manifiesta expresamente el error en que incurrió el legislador al afirmar que «Con estas modificaciones se pretende que dicha jurisdicción contencioso-administrativa pueda dar respuesta adecuada y eficaz, en el ámbito que le es propio, a la necesidad de control de las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias».

Algunos dijimos entonces que esa nueva función enturbiaba la separación de poderes, que no era precisa en absoluto, y que, además, no era correcta porque desdibujaba los ámbitos de responsabilidad de los poderes del Estado –en cuanto que hacía partícipes a los jueces de las decisiones del Ejecutivo–, y limitaba las funciones constitucionales del Gobierno y de la Administración Pública. Si la Constitución atribuye y reserva al Gobierno la potestad reglamentaria y la función ejecutiva y dispone que ha de actuar con eficacia (arts. 97 y 103), una ley no debe condicionar de forma innecesaria el ejercicio de esas funciones ni debe hacer partícipe del ejercicio de las mismas al Poder Judicial, al que solo corresponde el control de la legalidad de la actuación administrativa y el control del ejercicio de la potestad reglamentaria. Cuestión distinta, obviamente, es que los jueces puedan suspender cautelarmente un reglamento, inaplicarlo o que puedan anularlo, ya que en eso consiste su potestad de control sobre el Ejecutivo y esto no conlleva de ninguna forma que ejerciten la potestad reglamentaria. Así pues, una sentencia que anula un reglamento por ser contraria a la ley no puede determinar cómo debería quedar redactado ese reglamento, porque esa es una función del Ejecutivo. Y no hay que confundir la competencia de los tribunales para autorizar actuaciones coercitivas sobre personas concretas, pues esta deriva de la Constitución, con una autorización o ratificación judicial para adoptar decisiones generales que es inexigible.

La Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, con buen criterio, promovió una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional sobre este asunto. Y, finalmente, el Tribunal Constitucional esta misma semana ha dictado sentencia en la que ha dicho que la previsión de la Ley 3/2020 quebranta el principio constitucional de separación de poderes porque atribuye a los órganos judiciales de la jurisdicción contencioso-administrativa funciones ajenas a su cometido constitucional y porque menoscaba la potestad reglamentaria del Gobierno.

A los juzgados y tribunales corresponde la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y aquellas otras funciones que le sean expresamente atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho. Pero no es admisible constitucionalmente que una ley atribuya al Poder Judicialuna función que corresponde de forma exclusiva y excluyente al Ejecutivo tal y como se ha hecho en este caso; ni que se interfiera innecesariamente en la eficacia de la acción administrativa. Ni cabe que la potestad reglamentaria se transforme por deseo coyuntural del legislador en una potestad compartida con el Poder Judicial.

En suma, estamos ante un tema muy relevante para el correcto funcionamiento del Estado. Afortunadamente, tras la sentencia del Tribunal Constitucional queda más claro ahora, primero, que la función ejecutiva y la potestad reglamentaria corresponden exclusivamente al Gobierno; segundo, que el Gobierno es el único responsable política y jurídicamente de sus decisiones; tercero, que la autorización o ratificación por los tribunales de las decisiones generales del Ejecutivo conforme a lo dispuesto en la Ley 3/2020 es inconstitucional; cuarto, que una disposición de ese estilo supone una injerencia en la independencia del Poder Judicial, una limitación injustificada de la potestad reglamentaria y una pérdida de eficacia de la acción administrativa; y, quinto, en síntesis, que el Poder Judicial no es cogobernante.