Cargando...

Opinión

La derecha en su horizonte

Puede contemplar encuestas que prometen un poder que se disuelve en contradicciones internas o asumir que la unidad no es concesión, sino requisito

el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante una sesión de control al Gobierno, en el Congreso de los Diputado. Gonzalo PérezLa Razón

La unidad de la derecha en España se invoca como necesidad y se revela como quimera. Se la menciona con la naturalidad de lo imprescindible y se la contempla con el escepticismo de lo imposible. Nunca como ahora parece tan cerca en las encuestas; nunca como ahora tan lejos en la práctica.

Porque la política, a diferencia de la aritmética, no se mide en sumas, sino en la capacidad de darles forma. La fuerza existe, reconocible en un electorado amplio, unido en torno a su oposición al Gobierno y dispuesto a sostener un cambio. Pero esa fuerza se interpreta con claves distintas.

Una parte apela a la calma institucional, convencida de que solo desde la moderación se asegura continuidad.

Otra parte prefiere un lenguaje más tajante, convencida de que la firmeza es la única manera de no desaparecer en los pactos. Entre quienes buscan transmitir estabilidad y quienes buscan proyectar vigor, la convivencia se vuelve incierta.

De ahí surge la paradoja: cuanto más cerca está la mayoría, más lejos parece la posibilidad de convertirla en un proyecto de gobierno duradero. Las cifras anuncian victoria, pero la interpretación de esa victoria se transforma en motivo de disputa. Un sector marca distancias para no quedar absorbido; otro lo hace para no perder visibilidad.

Y en ese juego de diferencias, la unidad se posterga. La derecha suma en las urnas, pero no logra traducir esa suma en programa.

El contraste con la izquierda acentúa la anomalía. Con apoyos más modestos, ha demostrado la destreza suficiente para sostener ejecutivos, aprobar presupuestos y mantener alianzas. La derecha, incluso cuando roza cifras históricas, aparece dividida.

El ciudadano lo percibe con desconcierto: si con menos se gobierna, ¿por qué con más se fracasa? La respuesta está en la incapacidad de ofrecer algo más que un agregado de fuerzas: falta un horizonte común que dé continuidad a los números.

El precio de esta incapacidad es alto. Cada victoria se convierte en una oportunidad desperdiciada. La política no es una fotografía de las urnas, sino una narración sostenida en el tiempo. Sin unidad, esa narración no existe. Y sin ella, lo que queda no es gobierno, sino un poder suspendido, incapaz de orientarse.

La paradoja se repite: mayorías anunciadas que no terminan de materializarse. El umbral de los doscientos escaños se dibuja en el horizonte, pero la promesa se desvanece cuando se intenta proyectar en un gobierno.

No porque los votantes rechacen la unión –una parte significativa la reclama–, sino porque las propias corrientes necesitan diferenciarse.

Así queda un escenario de potencia y parálisis a la vez. Potencia, porque pocas veces la derecha había estado tan cerca de conformar una mayoría amplia. Parálisis, porque esa mayoría no se convierte en programa.

En el espejo de las encuestas aparece un poder incontestable; pero cuando trata de proyectarse hacia fuera, se fragmenta en contradicciones.

Nada de esto es nuevo. A lo largo del siglo XX, la derecha española vivió la tentación constante de dividirse en familias, cada una convencida de custodiar la esencia frente a las demás.

Esa propensión al cisma reaparece hoy con fuerza y con él, el temor a un nuevo 2023 con una derecha que ha alcanzado a ser sociológicamente mayoritaria, pero que puede acabar siendo políticamente ineficaz.

La raíz del problema no reside en las tensiones del presente, sino en la incapacidad de elaborar un propósito común. Una parte concibe la política como administración prudente; otra, como afirmación categórica. Una ofrece calma, la otra, ímpetu. Ambas expresan demandas legítimas de sus votantes.

El reto no es negar esas diferencias, sino articularlas. Lo que hoy falta no son votos, sino un hilo que los mantenga unidos en torno a un programa capaz de sostenerse en el tiempo.

La unidad, entendida de este modo, no significa uniformidad. Significa construir un marco amplio en el que las diferencias no se perciban como fractura, sino como matices de un mismo proyecto.

Ninguna comunidad política sobrevive si se limita a sumar intereses dispersos: necesita un principio rector que los trascienda. Sin él, cada triunfo queda suspendido, sin capacidad de transformarse en acción de gobierno. Ese es el núcleo de la cuestión: no basta con ganar; hay que gobernar.

Y gobernar no es improvisar pactos a última hora, sino sostener un rumbo reconocible. La unidad no es un gesto retórico, sino la condición indispensable para que una mayoría numérica se convierta en programa efectivo.

Sin ella, la derecha seguirá atrapada en la paradoja: mayoría social que nunca se traduce en mayoría política.

La encrucijada es clara. Puede resignarse a contemplar encuestas que prometen poder incontestable, mientras ese poder se disuelve en contradicciones internas. O puede asumir, de una vez, que la unidad no es concesión, sino requisito.

No se trata de multiplicar escaños, sino de dotarlos de dirección. La pregunta no es ya si puede imponerse en las urnas, sino si puede gobernar con continuidad. La respuesta dependerá de si entiende que la unidad no es renuncia, sino madurez. El electorado ha mostrado su disposición a otorgar confianza; falta ahora demostrar que esa confianza