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Mohamed: «Intentaron reclutarme en un campamento de Vic para ‘‘ir al cielo’’»
LA RAZÓN habla con un joven al que trataron de captar los radicales, que utilizan sus casas para reunirse y evitar el control policial
El atentado de Las Ramblas ha vuelvo a poner el foco en El Raval que se encuentra a menos de 500 metros de donde el pasado jueves un yihadista acabó con la vida de trece personas.
Calle del Hospital número 82 esquina con Riera Baixa. Una docena de policías irrumpen frente a una peluquería. Se corta la calle y los agentes rodean a unos sospechosos. Frente al restaurante Magreb Hallal se amontonan viandantes y turistas que no entienden qué ocurre. «¿Que qué pasa?, pregúntele a la Policía que para eso está aquí», responde a LA RAZÓN el dependiente paquistaní de una tienda de alimentación. «No se extrañe, funcionan así. Nadie quiere decir nada de su gente, no quieren delatarse los unos a los otros», dice una mujer que escucha la conversación.
Ésta es la esencia de El Raval, el barrio denominado «multicultural» (aunque la mayoría son paquistaníes y marroquíes) de la Ciudad Condal, cuya cara llevan tratando de lavar las autoridades de Barcelona desde hace años. Sin embargo, el espíritu es difícil de maquillar.
El atentado de Las Ramblas ha vuelvo a poner el foco en este barrio que se encuentra a menos de 500 metros de donde el pasado jueves un yihadista acabó con la vida de trece personas. Y lo cierto es que cruzar la frontera que separa la agitada y extrovertida vida capitalina con el oscurantismo de las callejuelas de El Raval resulta asombroso. No llega a ser el gueto del Molenbeek bruselense, pero tampoco es el Lavapiés madrileño, sino una expresión única donde el árabe es la lengua oficial y los «shawarmas» el plato de cabecera.
En apenas dos manzanas hay más de tres mezquitas concentradas donde a la hora de la comida, alrededor de las dos, acuden los vecinos del barrio. En una de las bocacalles de la Rambla del Raval (epicentro de este distrito) está la mezquita Tariq Bin Ziyad, otrora sospechosa de albergar a ciertos radicales. Allí acude cada día Amid, de 27 años. «No hay cabida para los discursos extremistas. Ayer, nuestro imán incluso hizo una condena rotunda del atentado», dice. Él vino de Marruecos hace veinte años y está harto de tener que dar explicaciones. «Claro que me gusta mi cultura, estoy orgulloso de mis raíces. Mis hermanos van a centros árabes para que no se pierda lo que somos», añade Amid.
Sin embargo, una cosa es lo que comentan en grupo frente a periodistas y otra lo que cuentan en privado. Así lo demuestra Mohamed, que trabaja en la misma ferretería que Amid. «Yo ahora ya no voy a la mezquita, cuando sienta la necesidad lo haré», asevera al tiempo que niega que ninguno de sus amigos se haya metido en problemas o haya hecho comentarios radicales sobre su religión. Eso sí, confiesa a este diario que hace dos años, cuando todavía acudía al rezo en Tariq Bin Ziyad, un hombre esperaba a las puertas de la mezquita para hablar con ellos. «Era un hombre español que nos contó que se había convertido al islam y que nos quería reclutar para ir a un campamento de tres días en Vic (un municipio a una hora de Barcelona). Me negué, lo veía todo muy raro», afirma.
Y es que el hombre al que hace referencia, según él de poco más de treinta años, les aseguró que era «una buena manera de conocer el islam más en profundidad, de rezar para poder ir al cielo y para poder ser mejor persona». Unos argumentos que no le dieron buena espina. Los jóvenes son los que mayor riesgo tienden a caer en este tipo de ofertas de quienes se aprovechan de las circunstancias personales y inexperiencia para radicalizarlos.
Mohamed dijo «no», pero hay quienes caen en estas redes. «No supe nada más de él. Ninguno de mis amigos, a quienes también se lo ofreció le hicieron caso», afirma. «¿Pero qué estás diciendo?, si tú no sabes nada del islam, si ya no vas ni a la mezquita», le espeta Amid, que pone un gesto de rechazo cuando Mohamed relata su experiencia. «Bueno, quizá no fue nada, ya no me acuerdo muy bien», dice el joven de 20 años tratando de justificarse por haberse ido de la lengua. Mohamed llegó de Marruecos, de Nador, cuando tenía tres años y ahora trabaja y su vida va bien. Es más, aclara que él se siente ya «totalmente español», a pesar de que los trámites de su nacionalidad siguen todavía en marcha.
Saeed Abdullah prefiere acudir a la mezquita Minhaj ul Quram. «Bueno cuando voy. No soy muy practicante», apunta. Su familia sí es muy religiosa, incluso organiza oraciones conjuntas en casa. Niega que el salafismo esté presente en los lugares públicos ni en las mezquitas de este distrito. «Cuando alguien hace algún comentario más fuerte o radical se le expulsa», explica. «¿Entonces, si se les expulsa es porque los hay’», le replicamos. «A ver, claro que hay gente así, pero no son muchos. En mi casa, cuando mi madre hace oraciones y alguien va en otra dirección se le pide que se vaya», dice. ¿Dónde? «A pisos donde se juntan y hacen lo que ellos quieren. Nadie sabe de ellos», apunta.
Ahora las mezquitas no son el lugar de encuentro de fundamentalistas, sino que los centros de oración clandestinos se encuentran en estas «mezquitas paralelas». «Son una minoría, pero sí hay. A la gente no le gusta hablar de ello», responde Mimona, una catalana (española dice ella) que hace años se casó con un marroquí y ahora es feliz viviendo en El Raval. Su árabe es perfecto y así lo demuestra mientras le hace el pedido a un dependiente de la Calle de la Cera.
«Aquí no hay ninguna integración, se vive al margen, pero no es culpa nuestra sino de los gobiernos que no hacen políticas adecuadas. También tengo que reconocer que los musulmanes, principalmente los de primera generación, tampoco ponen mucho de su parte», dice el vendedor, mientras otro cliente intenta regatearle como si se tratara de un zoco. «No quiero hablar de la minoría que son los radicales. Yo voy a rezar todos los días y no me he cruzado con ellos porque ellos se reúnen en sus casas y ése no es mi problema a no ser porque luego la gente piensa que todos somos como ellos. Y no es así. Por su culpa luego pasan cosas como las de anoche cuando los Mossos retuvieron a mi hijo simplemente porque llevara una chilaba. Eso es injusto. Tuve que bajar yo para mostrarles que mi hijo tiene documentación española. Estoy harta de que nos estigmaticen», dice Mimona enfadada.
En El Raval comenzó todo y todavía queda huella de aquellos años en los que los radicales se movían a sus anchas. Ahora extienden sus tentáculos por otras localidades donde puedan pasar más desapercibidos. Habrá un momento en el que las mezquitas clandestinas de este barrio también serán historia y los musulmanes podrán orar sin miedo a ser juzgados.
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