
Curiosidades de Estrabón
Puigdemont, el pastelero
En la personalidad del expresidente catalán hay este sentido del negocio y, desde luego, de la oportunidad

Carles Puigdemont no es exactamente feo, si se le cortase el pelo resultaría un hombre del montón, un español medio. Sí es, y lo delatan esa melenita, la longitud de las mangas del traje, las sisas desbocadas y los zapatos, acendradamente rural, que no es en absoluto un desdoro pero que, combinado con un nacionalismo exacerbado, puede ser explosivo. Los independentismos requieren ambientes cerrados, montañas, valles aislados.
El pueblo de Puigdemont es Amer, en la comarca de La Selva, una aldea de 2.423 habitantes, en el corazón de la Gerona indepe, y en su familia hay una abuela andaluza pero tres abuelos catalanes, dos de los cuales abrieron, durante la dictadura de Primo de Rivera, un comercio, una pastelería muy bien gestionada, que se hizo famosa por unas pastas llamadas “capricis”. En la personalidad de Puigdemont hay este sentido del negocio y, desde luego, de la oportunidad. Tiene siete hermanos y algunos llevan hoy la pastelería, así que tuvo que buscarse otro filón. Su tío fue el alcalde de Amer, Josep Puigdemont, y a los 18 años, en el mitin de fin de campaña de Jordi Pujol (1980) intuyó definitivamente dónde estaban las lentejas.
Emprendió los estudios de filología catalana, pero los dejó y en 1981 ya escribía en el medio nacionalista “El Punt”. Desde entonces todos sus puestos de trabajo destilan el aroma de la causa: desde dirigir la Agencia Catalana de Noticias hasta la Casa de Cultura de Gerona. Entretanto, fue cofundador de la Juventud Nacionalista de Cataluña, una especie de OJE de Convergencia Democrática de Cataluña. En la Casa de Cultura conoció a la periodista rumana Marcela Topor, que también había intuido el filón, y con ella fundó un diario catalanista en inglés “Catalonia Today” que se nutrió de subvenciones y cuya dirección acabó dejando a la que se convirtió en su esposa y madre de sus dos hijas, Magalí y Marta.
Carles Puigdemont tenía que haber vivido plácidamente en Gerona, ciudad de la que fue alcalde con alguna que otra idea extrema (como subvencionar trenes para llevar a la gente a las manifas de la diada de 2012), de no haber sido porque Artur Mas se chocó con la CUP en su investidura de 2016. El ex presidente se acordó de este amigo leal y dócil y lo llamó: así fue investido presidente de la Generalitat. La radicalidad de sus acciones sólo se comprende desde su pasado obsesivo, lleno de endemismos. Todo en su camino, desde el referendo falso hasta la malversación de fondos públicos, la proclamación de independencia, las entrevistas con delegados rusos para recabar apoyo para el golpe y hasta su huida en el maletero del coche cuando todo fracasó, es rocambolesco y paleto.
Para costearse el lujo actual no depende de sus modestas cuentas privadas. Teóricamente apenas tiene 14.000 euros ahorrados y la mitad de su chalet conyugal pareado, en San Julián de Ramis (Gerona). Vive en un palacete en Waterloo de 500 metros cuadrados y 1000 de jardín, que cuesta 4000 euros de alquiler, un montón de personal institucional y muchos desplazamientos, hoteles y comidas. ¿Quién lo paga? Probablemente usted, querido lector, porque la tesis de que los gastos corrían a cargo de su querido amigo, el empresario Josep María Matamala, ya se disipó. Es demasiado dinero y en demasiado tiempo. hay quien ha hablado de fondos del FLA, de los gastos de Diplocat (el entramado que se montó para las embajadas catalanas)… no se sabe.
Como buen capricornio, Puigdemont es extremadamente conservador y prudente. Y le va muy bien. Su casa-empresa está gestionada por dos entidades belgas: CATglobal y CATCiP, “asociaciones internacionales sin ánimo de lucro”, que le permiten no revelar sus movimientos financieros. Se conoce, eso sí, que pueden aprobar sin fiscalización partidas de 200.000 euros. Este reyezuelo despótico no sabe con seguridad si volverá a su Gerona natal, pero sí que no va a pasar necesidad.
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