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Álvaro Petit Zarzalejos

La revolución de la prudencia

España, que está sufriendo desde hace casi una década las consecuencias de la temeridad entronizada, conoce bien el precio de la imprudencia

Sánchez visita las zonas afectadas por los fuegos en Degaña (Asturias) Imanol RimadaEUROPAPRESS

Antonio Cánovas del Castillo sostenía que en política hay que «aguardar con paciencia y previsión una sorpresa... que habrá que aprovechar prontamente» en el momento oportuno.

Gobernar no es, late en las palabras del político conservador, improvisar ni dejarse arrastrar por los impulsos del instante, sino ejercer la difícil disciplina de la espera hasta que las circunstancias permitan transformar la oportunidad en autoridad.

Es decir; gobernar es, ante todo, un acto de prudencia: resistir la impaciencia, discernir el presente y calcular el porvenir.

La vida pública española, de tanto no verla, de tanto no vivirla, parece haber olvidado esta virtud rectora. Hoy la política –el poder, si se apura– se concibe como combate inmediato, como respuesta al golpe del instante, como exaltación de la ocurrencia más estridente. Se confunde la audacia con la improvisación, la decisión con la temeridad y la comunicación con el gobierno.

En ese clima, el discernimiento resulta incómodo porque exige pausa, memoria y previsión. Supone resistir a la tiranía de lo inmediato y pensar en lo que no se ve todavía: las consecuencias, las repercusiones, los efectos que maduran con el tiempo.

Tanto se exalta el arrojo, que se cae en la temeridad y se desprecia la virtud de la pausa y la reflexión como pasos previos y necesarios para toda decisión. Pero no.

La prudencia política no es la cobardía del que rehúye decidir. Antonio Maura lo advirtió con lucidez: «Se nos hablaba de la prudencia, que es, en efecto, grande y excelsa virtud, pero cuyo manto usurpa a veces la pusilanimidad».

La prudencia no es excusa para la inacción ni máscara para el miedo, sino el coraje de quien se atreve a mirar más allá de la urgencia.

Significa distinguir entre lo posible y lo conveniente, entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. Implica reconocer que no toda victoria instantánea es duradera, ni todo gesto ruidoso se convierte en logro político.

El verdadero gobierno es el arte de medir, y medir es la condición de todo poder que aspire a legitimidad. No se trata de un cálculo paralizante, sino de esa mezcla de previsión y sobriedad que permite sostener proyectos más amplios que una mera evaporación del poder irracional, insana y, a la postre, destructiva.

España, que tan profundamente está sufriendo desde hace alrededor de una década las consecuencias de la temeridad entronizada, conoce bien el precio de la imprudencia. A la vista de todos está; basta con asomarse al estado del país.

El sectarismo, la decisión política degenerada en mera tentación del todo o nada, la incapacidad de reconocer límites: todos ellos son síntomas de una política sin freno, donde lo urgente personal devora lo importante común y donde el corto plazo destruye la posibilidad de un horizonte de prosperidad.

Una democracia carente de prudencia se convierte en un campo de batalla permanente, porque es ese discernimiento un recordatorio de la dimensión ética de la política. No basta con que una decisión sea eficaz; debe ser justa y conveniente para el bien común.

Quien gobierna con discernimiento sabe que el poder no es ilimitado, que todo mandato tiene límites morales y que la autoridad se pierde cuando se confunde la voluntad de gobernar con el capricho de imponer. Es la prudencia la que transforma el mando en servicio y el poder en responsabilidad.

En tiempos de esta España polarizada hasta la fractura más indeseable, esta sabiduría se vuelve aún más necesaria y toda alternativa a la situación actual pasa, o debería pasar, por devolverle a la prudencia el lugar rector que le corresponde.

No porque proponga la tibieza del término medio, sino porque obliga a escuchar, a ponderar, a reconocer la complejidad de lo real.

La política sin criterio simplifica en exceso, reduce la sociedad a eslóganes y sustituye la deliberación por la consigna. El arte de discernir rescata a la política de esa caricatura y la devuelve a su dignidad: la de ser un oficio difícil que requiere paciencia, inteligencia y contención.

Este saber no se improvisa. Se cultiva en la memoria de lo vivido, en la comprensión del presente y en la responsabilidad con el futuro.

Nace del conocimiento de la historia y de la capacidad de aprender de los errores, pero también de la lectura atenta de las circunstancias actuales y de la previsión de sus consecuencias.

Un dirigente prudente no es el que nunca se equivoca, sino el que sabe rectificar a tiempo, porque comprende que la grandeza no está en la obstinación, sino en la capacidad de orientar de nuevo el rumbo hacia el bien común.

Por eso, cultivar la prudencia es también un ejercicio de humildad: la conciencia de que el poder es limitado y transitorio, y de que gobernar no es imponer un relato, sino custodiar la vida compartida.

Recuperar esta virtud significa devolver a la política su dimensión más noble. Es recordar que gobernar no es un ejercicio de propaganda, sino de responsabilidad; que la vida pública no es un juego de improvisaciones, sino un trabajo de previsión y cuidado.

En última instancia, es aceptar que el poder se ejerce para custodiar un legado, no para devorarlo en beneficio propio. Quizá la lección más urgente sea esta: la prudencia no es un freno, sino la condición que permite avanzar sin precipitarse hacia el abismo; es la gran revolución necesaria: la que devuelve a la política su capacidad de orientar el futuro sin perder el presente.

España necesita esta brújula no como ornamento, sino como fundamento. Sin ella, todo lo demás se tambalea y seguirá tambaleándose.