De Pepiño a Montoro

A la sombra del poder: quién mueve los hilos en política (o lo intenta)

El «caso Montoro» ha vuelto a poner el foco en la fina línea que separa el «lobby» del tráfico de influencias

Vista del hemiciclo
El Congreso sigue sin aprobar una ley que regule la actividad de los "lobbies"Mariscal POOLAgencia EFE

Los «cafelitos» que Juan Guerra tomó con medio millar de personas durante seis años en un despacho oficial de la Delegación del Gobierno en Sevilla acabó costando una Vicepresidencia. Alfonso Guerra dimitió como número dos de Felipe González en enero de 1991 tras un año de presión política insoportable por el papel de «conseguidor» de su hermano, que terminó condenado solo por delito fiscal. A raíz de aquel caso, el tráfico de influencias, que no existía como tal, fue incluido en el Código Penal.

El «Waterguerra», como lo llamaron algunos, abrió el debate público sobre la necesidad de regular la actividad de los grupos de presión e, incluso, se llegó a registrar en el Congreso la primera Proposición No de Ley (PNL) para meterle mano a un asunto que, 34 años después, sigue huérfano de normativa.

Con cada caso de corrupción vinculado al cobro de favores resucita esa urgencia. La investigación abierta al ex ministro de Hacienda de ida y vuelta, Cristóbal Montoro, por tráfico de influencias y cohecho desde Equipo Económico, el despacho que fundó entre uno y otro mandato, podría obrar por fin el milagro.

Fraga lo intentó

Cuando escucha la palabra «lobby» asociada a prácticas ilegales, Carlos Parry se revuelve en la silla. Es el presidente de la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales (APRI), una organización que reúne a los que se dedican a ejercer «una práctica legítima y necesaria que mejora la calidad normativa». La sucesión de tramas y corruptelas no hace sino degradar un término que Fraga ya trató de incluir sin éxito en el artículo 77 de la Constitución.

En conversación con LA RAZÓN, Parry insiste en la necesidad de un reglamento que desestigmatice una actividad contemplada en el artículo 23 de la Carta Magna, que reconoce «el derecho fundamental de todos los españoles a participar en los asuntos públicos».

El miedo a ser relacionados con algo turbio lleva a que muchos políticos eviten reuniones que serían procedentes. «Ahora todo se está llamando ‘‘lobby’’, pero no lo es. Es tráfico de influencias, corrupción y, en algunos casos, organización criminal. Los que están imputados lo están por esos delitos». Según Parry, «lo que falta en España es una regulación que establezca reglas claras para todos. Que haya transparencia total sobre quién se reúne con quién y para qué. Igual que ocurre en las instituciones europeas».

Erin y Greta

Lo cierto es que ni siquiera en 2011, cuando aún había entendimiento, PP y PSOE estuvieron por la labor de sacar adelante un marco legal para garantizar el «fair play» de los cerca de 30.000 profesionales que se dedican a representar los intereses de la sociedad civil ante los legisladores. Las elecciones de 2023 frustraron el intento del Gobierno de Sánchez de cumplir con una exigencia reiterada desde la UE que podría recibir un impulso a partir de septiembre.

Aunque el imaginario colectivo pinta al lobista conspirando en vestíbulos de hotel o pagando cenas caras en reservados, lo cierto es que tan lobista es Greta Thunberg sobre el cuidado del planeta como lo fue Erin Brockovich, cuyo trabajo en los años 90 tuvo un impacto directo en el cambio de la legislación ambiental.

Este periódico ha hablado con distintos profesionales dedicados a asuntos públicos (una traducción directa del inglés «public affairs») para tratar de separar el polvo de la paja de un ecosistema muy desconocido. La mayoría ha querido expresarse bajo anonimato, lo que da una idea de lo sensible y borroso que es aún este mundo.

La primera conclusión extraída es que el «modus operandi» es muy variado. Por ejemplo, el «caso Montoro» ha atraído de nuevo la atención hacia la agencia «Acento», autodenominada «consultoría supraespecializada en asuntos públicos», y que fue fundada en 2019 por el ex ministro de Fomento socialista José Blanco y el ex portavoz en el Congreso Antonio Hernando, que ya no forma parte.

Músculo político

Presidida por el popular Alfonso Alonso, su junta directiva y su cartera de asesores está plagada de ex políticos de distinto signo. Elena Valenciano, José María Lasalle, Joan Clos y Valeriano Gómez son algunos de los nombres que exhiben en su página web. Se llegó a anunciar el fichaje del ex ministro de Consumo de IU Alberto Garzón, que acabó renunciando ante la tromba de críticas de parte de sus ex compañeros. Este músculo político que exhibe «Acento» se ha traducido en un crecimiento astronómico. Desde que fue creada en 2019, su volumen de negocio ha pasado de 150.000 euros a más de nueve millones en el ejercicio del año pasado.

Uno de los expertos consultados asegura que «lo que ellos venden es su agenda de contactos. Ese es su producto. Es la única consultora donde el 100% del comité directivo son o han sido políticos. Eso ya dice mucho». Esta afirmación está respaldada por el propio Blanco, según una información que publicó «elDiario.es». En la carta de presentación de la firma a empresas del IBEX, vendía una «interlocución permanente con los poderes públicos» y «diálogo con responsables de las Administraciones en las iniciativas legales que pueden afectar a los intereses e inversiones».

En junio de 2020, pocas semanas después de la carta, Blanco fue nombrado consejero independiente de Enagás, cuyo máximo accionista es el Estado a través de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), cargo que le fue renovado el año pasado. Y Hernando es el actual secretario de Estado de Telecomunicaciones e Infraestructuras Digitales.

¿Cómo puede estar Blanco en un consejo de administración propuesto por el Gobierno y, al mismo tiempo, liderar una empresa que intercede ante ese mismo Gobierno por intereses privados? Dejando a un lado las sombras legales, la coyuntura se antoja, cuando menos, alejada de los estándares éticos deseables en una democracia.

En este batiburrillo de consultorías y «lobbies» algunos tratan de hacer tábula rasa para repartir el sonrojo. «Como ahora llueven piedras, los que han usado a políticos tratan de esconderlo o de meternos a todos en el mismo saco. Pero no hay más que mirar de quién presumen en sus filas», explica otro veterano del sector. En su opinión, el mejor «lobby» lo hacen las propias empresas con el asesoramiento correcto.

Es verdad que «Acento» no es la única que cuenta con antiguos políticos, pero estos son su principal reclamo y tienen una influencia directa en el actual Gobierno. Distinto es el caso del socialista Eduardo Madina. Apartado de la política desde hace una década, en la que nunca ejerció cargo alguno en la Administración, su desempeño en «Harmon» (secuela de «Kreab») se centra en la estrategia corporativa y no está conectado con su vida anterior.

La aprobación de una ley sobre el «lobby» no despeja un asunto fundamental: cómo se deben comportar los ex presidentes del Gobierno cuando vuelven a ser civiles. Rodríguez Zapatero, visto por algunos como un «lobista internacional», acaba de interrumpir su colaboración con «Kreab» después de una década. González y Aznar también han servido de asesores de diversas formas tras su paso por Moncloa con más o menos acierto. Como explica uno de los expertos entrevistados, la importancia de una regulación clara sobre qué puede hacer y qué no un ex presidente no solo es importante desde el punto de vista estructural, también de seguridad nacional: «Necesitamos saber si trabajan para intereses extranjeros, por ejemplo».