Pintura

El día que conocí a La Divina

Ronda, 7 de agosto de 1991. Su hijo Francisco se presenta como novillero en la plaza de su abuelo y Carmen vive el día más difícil y largo de su vida.

Carmen Ordóñez con sus tres hijos y Julián Contreras, cuando formaban una familia feliz.
Carmen Ordóñez con sus tres hijos y Julián Contreras, cuando formaban una familia feliz.larazon

Carmen, Carmina y Carmuca: las tres mujeres que habitaban en ti.

Yo nunca la llamé Carmina, en realidad, nadie de su entorno lo hacía. Carmina era la mujer de las revistas y los platós, Carmuca el de aquella niña que nació marcada por sus apellidos y Carmen era simplemente, Carmen, mi amiga, probablemente, la mujer que definió gran parte de mi vida personal y profesional, cambiándola para siempre.

En el día que se cumplen quince años de la muerte de Carmen Ordóñez quiero compartir algunos de los recuerdos que aún permanecen en mi memoria de los muchos momentos que compartimos. Otros, seguirán escondidos en ese baúl que aún duele al abrir y que, forma parte de nuestra vida en común, con sus luces y sombras.

Momentos, recuerdos que, aún siguen demasiado nítidos pese a que a que han pasado casi treinta años desde el día que la conocí, un siete de agosto de 1991, en Ronda y quince, desde aquel viernes 23 de julio de 2004, en el que se fue dejando un reguero de dolor, soledad y escándalo que nos salpicó a muchos de los que fuimos parte de su vida.

Ronda, 7 de agosto de 1991

La primera vez que vi a Carmen fue el día que su hijo Francisco Rivera debutaba como novillero en Ronda. Tenía 35 años y estaba en su mejor momento. Era increíblemente bella, guapa a reventar. Sin una gota de maquillaje, unos vaqueros y la melena suelta, que se atusaba en un gesto que pasaría a la eternidad, recogía las estampitas que conformaban el altar y apagaba las velas que habían permanecido encendidas durante la becerrada. Se había quedado sola, con su hermana Belén, esperando las novedades de la plaza, como habían hecho centenares de veces juntas. Ambas eran hijas de Antonio Ordóñez, sobrinas de Luis Miguel Dominguín y ambas se casaron con dos toreros cuando aún eran unas niñas. Carmen con Paquirri, padre de sus dos hijos mayores y Belén, con el torero sevillano, Beca Belmonte.

Sus plegarias habían dado sus frutos; su hijo mayor, Fran, regresaba del ruedo, intacto, tras un apoteósico debut que había congregado al mundo del toro y la jet set en la plaza de Ronda. No tenía hecha la manicura, daba mala suerte antes de torear. A su lado, estaba Julián Contreras, su marido y padre de su hijo pequeño, Julián Junior. Julián iba impecable con un traje de Francesco Smalto, su diseñador favorito, valorado en más de medio millón de las antiguas pesetas.

Entramos en la habitación y cuando vio a mi novio, Álvaro García-Pelayo, se tiró a sus brazos sin poder contener la emoción. Lloraba y reía a la vez. Estuvieron abrazados por un tiempo que se me antojó demasiado largo. Aún no era consciente de la relación tan especial que ambos mantenían, ya que apenas llevaba unos meses saliendo con Álvaro. Era, también por tanto, mi debut en un mundo que a pesar de serme extrañó, me fascinó: el mundo de las exclusivas, de los reportajes a golpe de talonario.

Su mirada, húmeda por la emoción, se posó en mí y me atravesó. Sus ojos eran tan expresivos como oscuros y penetrantes. Supe que estaba mirando más allá, calibrando si ella y yo, conectaríamos. Yo tenía diez años menos que ella. Me sentí abrumada en su presencia, perdida en un mundo de tradiciones que me era ajeno. “Es muy guapa-dijo ella y añadió-espero que sea más simpática que la inglesa, aunque eso no es difícil”. Supongo que sólo por eso ya me cayó bien.

Después, me presentó a Julián, que me pareció muy simpático y divertido, Fuera, la prensa esperaba bastante cabreada porque antes de hacer el paseíllo, no habían podido hacer ninguna foto al hijo mayor de Paquirri y Carmen tampoco se había dejado ver. El acceso a todos ellos estaba restringido a unos pocos, el circulo familiar más cercano y unos pocos entre los que nos encontrábamos nosotros. Álvaro era el dueño de la agencia Korpa, su representante y fotógrafo favorito. Y por supuesto, había una exclusiva pactada. Así que Carmen, que en eso era toda una profesional, se dirigió a Álvaro, se recompuso de la emoción y le dijo: “Me arreglo en un momento. ¿Te gusta esto paras las fotos? “ Y empezó a sacar trajes y chaquetas, pendientes y colgantes, que esparció sobre la cama de la suite del Hotel Victoria. Se preparaba para ser esa Carmina divina que ocuparía la portada de Hola del próximo jueves. Yo me marché y les dejé trabajando a Álvaro y a su socia, Lucía Alba que era quién por aquel entonces firmaba sus entrevistas.

No sería hasta la noche, cuando volvimos a vernos. Cenamos con toda la familia y después, todos, nos quedamos tomando unas copas en el hotel. A última hora, ya en la habitación de Carmen, sólo quedábamos Curro Vázquez y su prima Patty Dominguín, Carmen y Julián y nosotros. Fue ahí, cuando conocí a la verdadera Carmen: sus miedos, sus emociones, su particular ironía, su emotividad y su brillo social. Entendí sus sentimientos como madre de un torero, el miedo que había vivido esperando en aquella habitación a que el apoderado de Fran o su mozo de espadas, le llamaran para informar. A Carmen, sólo le preocupaba que su niño regresara vivo de la plaza pero disfrutaba y se le iluminaba el rostro cuando Curro, le describía los naturales o la media verónica con la que había rematado unos lances. Carmen se debatía entre las emociones que le producía saber que su hijo mayor se ganaría la vida toreando en las plazas: “Es el mayor orgullo y el mayor disgusto que podía darme mi hijo”.

Aquel sería probablemente el día más largo y difícil que vivió Carmen. La noche anterior a la novillada, la había pasado sin dormir, llorando y rezando. Fue un día de emociones intensas con final feliz. Amanecía cuando nos despedimos y al hacerlo, supe que habíamos conectado. Aún siendo de mundos tan diferentes, Carmen y yo, nos hicimos amigas.