EGOS
El debate del año: Mangacortismo contra Mangalarguismo
El periodismo político, aburrido de los rifirrafes estériles, encona sus posturas ante un debate estético: llevar camisa de manga larga o corta
Anda la opinología patria tarasca y palabrona con el debate del momento. ¿Las elecciones andaluzas? ¿El desbloqueo del CGPJ? ¿Si los mallorquines han visto alguna vez una lesbiana? No, nada de eso, qué vulgaridad. La última controversia que divide en dos a este ya maltrecho oficio (y, con él, a la sociedad al completo) es el mangacortismo. El escritor José Antonio Montano, abanderado reincidente y entusiasta del movimiento, Georgie Dann de las polémicas veraniegas, arremetía en un artículo (también este año, sí) contra los, a su juicio, errados mangalarguistas. Diferentes voces se posicionaban desde ese momento a uno y otro extremo del espectro indumentario-ideológico: de Pedro Narváez a Carlos Mayoral, de José Peláez a Ignacio Vidal-Foch, de Chapu Apaolaza a Manuel Arias Maldonado. En redes, la cosita está que arde. Las sobremesas preestivales, antes agradables, se han tornado insoportables. Se han registrado casos de familias cuyos miembros han dejado de hablarse por este motivo, guerracivilismo doméstico por prenda textil interpuesta.
Se abría la caja de los truenos el pasado día siete cuando José Antonio Montano, atacaba abiertamente desde su columna a lo que él llama «mangalarguismo con orugamiento» desde su malagueño orgullo mangacortista. «El mangalarguista», afirmaba sin titubeos, «se pone la manga larga para luego subírsela, coaccionando el tejido de un modo que hubiera aborrecido Heidegger. Es un bajar y subir innoble, retórico, cabriolesco, que se desdice en su decir y se complace en exhibir su error. Hay un anhelo culpable de la manga corta, contra la que se carga desde el engrudo artificiosamente creado».
«Aunque me he sentido profundamente ofendido con el artículo en el que Montano ataca el respetable y virtuoso mangalarguismo», manifiesta al respecto el filósofo especialista en estética Manuel Ruíz Zamora, «me ha herido mucho más porque, en un ejercicio increíble de descaro, lo hace, atención, ¡apelando a la estética!. Si se hubiera quedado en el argumento, si es que ello puede considerarse como tal, de que llevar camisa de mangas cortas es la mar de fresquito, lo hubiéramos comprendido. Al fin y al cabo, esa es exactamente la razón que ofrece el señor que exhibe un ominoso y peludo barrigón en el chiringuito de playa. ¿Pero la estética? Llevo veinte años dedicado prolijamente a dicha disciplina y puedo decir que el mismísimo Baumgarten que, como Kant y el bueno de Burke, jamás cometió el crimen de usar mangas cortas, se habrá revuelto en su tumba. El cortomanguismo es peor que el asesinato.Thomas de Quincey lo dejó establecido muy claramente: uno comienza por perpetrar un sencillo asesinato y termina paseando en público en mangas cortas. Un hombre que se pone manga corta le está diciendo a los demás que ya todo le da igual».
Una horterada triste
En la misma línea antimangacortista se pronunciaba Ignacio Vidal-Foch desde su columna: «La camisa de manga corta, salvo cuando se trata de «polos», antes llamados «nikis», o en los contados casos en que la prenda está diseñada por algún modisto de excelente buen gusto, es una horterada triste con tufo a franquismo y a oficina siniestra. Da la impresión de que no está completa si no se lleva con dos bolígrafos asomando del bolsillo, un poco sucio. Causa una tristeza inmediata, da pena. Es desmoralizadora. Da inmediatamente impresión de amputación, de carencia, de que ahí falta algo».
«Ignacio Vidal-Folch pone en su artículo al tuareg como ejemplo de la conveniencia de cubrirse en verano», replica Montano. «Pero, por favor, comparar a nuestros mangalarguistas con un tuareg es como comparar a Pepe Viyuela con Brad Pitt (quien, por cierto, es un gran mangacortista). A mí me hace gracia la seriedad pomposa del mangalarguista. Con qué impostura se acoge a un Gusto que no está escrito en ningún sitio y que toma como Ley. De qué manera tan automática salta el resorte de su estólido borreguismo. Pero no hay más que mirar el resultado: esa jeta congestionada en plena ola de calor, con la manga recogida en esa voluta churrigueresca que es el orugamiento».
El escritor Carlos Mayoral defendía el mangalarguismo desde su tribuna. En su «Oda al Mangalarguismo» retrataba a los mangacortistas como seres que «reclaman para sus atavíos una triste comodidad veraniega. (…) el mangacortista sucumbe a los encantos del bienestar indumentario a través de sus chanclas con la bandera de Brasil -no las abandonará hasta el equinoccio de otoño, o de sus bermudas surferas rojas como la vergüenza, o de su reloj digital sincronizado con el iPhone. El mangacortista se echa sin pudor a los brazos del lino, está familiarizado con el término outfit, tiende a hablarte de zonas de confort, y utiliza el adverbio «literalmente» como cuantificador. El mangacortista es, en suma, alguien que impone los rigores del hedonismo sobre el gusto de la presencia». Chapu Apaolaza, por su parte, apuntaba: «La manga corta desiste del estilo y de cualquier ambición dandista y eso le honra. (…) reconozco en ello un movimiento estilístico profundamente reivindicativo de uno mismo y una negación de pretensiones hasta cierto punto revolucionaria, un topless de codo muy simpático. Por otra parte, cortarse la manga apunta un gesto conformista encantador y austero como de niño que de pronto grita: “¡Mamá, quiero ser cartero!”».
Desde su rabioso mangacortismo, Montano declara: «El adocenado mangalarguista dice contra el mangacortista que parece un jubilado, un conductor de autobús o un oficinista con bics en el bolsillo. Ni se aproxima a atisbar que es justo esa la estética que propongo, una auténtica revolución estética, un espectacular cambio de paradigma: tan refinado y sutil que necesariamente se le tiene que escapar al borriquesco paladar del mangalarguista».
El articulista José F. Peláez, sin embargo, va más allá del mero debate estético superficial: «Yo lo que realmente quiero defendiendo el mangalarguismo y su hermano mayor, el pantalonlarguismo radical, es negar el verano, poner una bomba lapa en el sistema, hacer una enmienda a la totalidad del calendario gregoriano y al movimiento de rotación. No es que el verano sea lo peor, es que las vacaciones son directamente una humillación. Yo adoro el sonido del trafico rodado sobre la lluvia de noviembre cuando sales de una exposición y vas a un bar. Así que, con estos mimbres, la polémica se me queda corta. Estamos en la superficie, en la estética. Hay que ir al fondo: a la ética. A 40 grados no existe la virtud».
¿Progreso indumentario?
¿Es entonces el cortomanguismo la versión evolucionada y desprejuiciada del mangalarguismo con orugamiento o una variación del descamisamiento veraniego de posguerra, interpretación ligeramente pudorosa del pechete estival sobremesil de tío abuelo con restos de arroz en los pelillos? ¿Es fin de semana perezoso, microdrepesión dominical, estado presiesta, sudoroso y lánguido? ¿Es arrastrar de pies, dejadez y hastío a 35 a la sombra con poniente, jubilado con huerta (pequeña) y sin obras (cerca)? ¿O es, por el contrario, desencorsetamiento estético, progreso indumentario, libertad en el atavío?
No seré yo quien trate de zanjar esta polémica aquí y ahora, pero lo cierto es que las camisas de manga corta, como los petos vaqueros y las sudaderas con capucha, son prendas que deberían, por decoro, abandonarse en la infancia, con el último “qué ricura” dicho por una tía abuela mientras te pellizca el carrillo. Después de eso, si se persiste, todo es caos y desolación.
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