China
Quién compra arte por Pedro Alberto Cruz Sánchez
La demanda de un coleccionismo español fuerte y consolidado se ha convertido, durante los últimos tiempos, en un «hit» del lamento cultural a la altura del que, en su estribillo, solicita un tejido industrial tupido y real para el cine español. Cuando se abandonan las viejas perspectivas tonto-romanticoides, se advierte con especial claridad cómo la salud artística de un territorio depende de la calidad de sus compradores. Desgraciadamente, la genética y el «genio inveterado» cuentan poco en estos momentos a la hora de explicar el mayor o menor rendimiento de la creatividad patria: si no hay mercado, no existe calidad que valga. Y, si no, que se lo digan a ese crisol de talento que es China, cuya pujanza internacional se debe a la capacidad para acompasar el estallido de inteligencia de las producciones artísticas de los 90 a la construcción de un mercado todopoderoso y diversificado, convertido en auténtico motor de la vanguardia. Por no hablar de Iberoamérica, que, como en tantas otras cuestiones, ha sabido sacar varias cabezas a España en lo que a la diseminación de un empresariado culto y comprometido con el arte se refiere.
Las últimas cifras sobre venta de arte en España, en las que se refleja un descenso del volumen de transacciones de más de un 30% durante los últimos cinco años, no constituyen una sorpresa. En nuestro país, el coleccionismo ha adquirido la forma de una aparatosa arquitectura apoyada sobre dos pilares-fantasma: de un lado, el frenesí acaparador de administraciones e instituciones, que compraron sin más estrategia que la de ganar una rápida y agradecida autoridad entre los formadores de opinión; y, de otro, un snobismo nada glamouroso, que ha hecho del coleccionista de última generación –un tanto por ciento muy elevado del total de la tarta a repartir– una suerte de estrella rutilante, que, a los pocos segundos de aparecer, se desvaneció sin dejar rastro. Lo más triste de todo este proceso es que el panorama del coleccionismo en España es idéntico al de los años 70: el de la indigencia más absoluta, salpicada con «brotes verdes» de mediocridad que están malvando el terreno para varias generaciones.
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