Escocia
Lana Worcester (II) por José Luis Alvite
Fue Lana Worcester quien durante la cena de aquella noche en el Gran Hotel me retrató a los de su clase con un comentario que nunca olvidé: «Si se trata de definir el estilo de una persona, yo diría que no es elegante fijarse en la calderilla del dinero, ni reparar en los pormenores de cualquier desgracia». Fue la misma noche en la que hablamos sobre la manera que algunas personas tienen de entender las pasiones. Miss Worcester concebía la pasión como una vulgar perversión del pudor, casi como un desarreglo de la inteligencia. Según ella, «no puede ser bueno dejarse arrastrar por una tentación que conduce sin remedio a la pérdida de los modales, así que en mi caso puedo asegurarte que sólo concibo que sobrecojan mi alma aquellas conductas que no arruguen al mismo tiempo mi ropa». Durante la cena me contó que cada verano cerraba la casa balear en la que vivía a las afueras de Porto Cristo y se retiraba a su finca en Escocia porque los suyos sabían por experiencia que «la mente humana se ofusca y se vuelve irracional en el momento en el que por culpa del calor resbala sobre el lienzo el óleo de los retratos y brilla con el sudor la grupa de los caballos». Lana Worcester era tibia, tentadora y frágil como una camelia. Me resultaba excitante a pesar de que se llevaba la cena a la boca con una liturgia lenta y desganada, con el extraño erotismo de unos genitales que yo imaginaba de caoba, como si sus labios fuesen la cosmética ranura monacal por la que pasarle la correspondencia del banco hasta la penumbra encerada de su eucarístico sexo de clausura. A pesar del frío amianto de su belleza yo la miraba con deseo. «¿En qué piensas?», me preguntó. Y yo le dije: «Sólo había visto a una mujer sentarse a cenar con tanta distinción». Luego supe que lo que parecía elegancia sólo eran hemorroides.
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