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Cultura depauperada por Joaquín Marco

La Razón
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Hace años, no tantos como para no haberlos visto, en este país la población en general apreciaba y respetaba la cultura, valoraba el que alguien fuera capaz de hablar de libros, de cine, de música o de arte aunque fuera con impreciso conocimiento de causa. Bien es verdad que los límites no quedaban muy claros: cultura de minorías, ciencias más o menos puras junto al humanismo… Pero se valoraba el mero hecho de ir a la Universidad («Gaudeamus igitur…»). «Mi hijo ya va a la Universidad»: un orgullo, pese a que aquel templo parecía siempre semiderruido, aunque no tanto como hoy. Incluso existía un Ministerio llamado de Cultura. Bien es verdad que el respeto reverencial procedía de un analfabetismo antiguo que nos enorgullecía que hubiera desaparecido. Porque hubo un tiempo en que la mayor parte de la población no sabía ni lo elemental: leer y escribir. Y de ello no hace tantos siglos, cuando el país era todavía fundamentalmente agrario. No es que nuestras instituciones culturales hubieran sido antes rutilantes. Creo que fue Fernández Montesinos quien, al hablar del romanticismo español, el del primer tercio del siglo XIX, se lamentaba de que mientras en la Inglaterra de entonces los poetas y escritores más celebrados acudían a las universidades de Oxford y Cambridge, en España Mariano José de Larra aprendía de un gran maestro, Alberto Lista, que había organizado un liceo de cierto lustre en un piso del Madrid de la época. También hoy coincidimos todos en que salir de la crisis supone invertir en Educación; pero ello no nos impide, al tiempo, reducir becas, profesorado, aumentar el número de alumnos por aula, disminuir el dinero que se otorgaba a las universidades. Por ahí se empieza, por recortar el futuro, comprometiendo el presente.
Son tiempos de crisis, especialmente para los bancos, a los que la UE apoyará, aunque, de momento, en ellos acabarán nuestros impuestos. Sabemos, ingenuos, que las redes financieras son esenciales y los europeos, que andan algo mejor que nosotros en tantas cosas, lo han visto con meridiana claridad. No así los más de cinco millones y medio de parados que van creciendo mes a mes. Éstos parecen haberse tornado invisibles, como el mundo de la cultura, al que se le ha recortado más o menos, según sectores, un 30% este año. Y van ya unos cuantos. Los museos madrileños reciben un 65% menos de la aportación estatal, aunque sobreviven. En Barcelona, es difícil descubrir cualquier rasgo cultural de relumbrón, de los que antes proliferaron. Aquella ley de mecenazgo que había de resolver, mediante la aportación privada, tantas carencias, duerme el sueño de los justos. El Estado no puede prescindir de los ingresos de algunas empresas que hubieran podido dirigir sus recursos, beneficiándose de alguna exención fiscal, al mundo de la cultura. Pero ello no supone, ni mucho menos, que el ministro José Ignacio Wert no sea consciente de las dificultades que atraviesa un sector que protege con el alma partida en tres pedazos: la Educación (la base), la cultura (la guinda) y el deporte (la esencia). Porque es así, al fútbol, por ejemplo, puede perdonársele casi todo, porque, en nuestra sociedad, es pieza esencial. Yo mismo no me pierdo un partido a poco que pueda. Las transformaciones del mundo cultural han sido, por otra parte, demoledoras para ciertos sectores. Han perdido o extraviado a su público. Ocurrió hace siglo y medio con la poesía. Los poetas pasaron de ser agasajados con coronas de laurel en los teatros a refugiarse en las universidades o a malvivir en círculos restringidos y ejercer de corredores de comercio.
Es sólo un viejo y asumido ejemplo de lo que estamos contemplando en el mundo cinematográfico –el ICAA–, deambulando en festivales, atentos al recorte, y, claro está que el cine es importante, como ya apuntó el ministro, pero la crisis obligó a pasar del misericordioso 8% al 21% del IVA, con lo que se calcula que esta industria (porque el cine es también industria) pierde ya entre un 20 y un 30%. No es sólo una pérdida monetaria, sino que su público tiende a desaparecer, entre las brumas de las nuevas tecnologías, aquella magia que floreció en el siglo XX. Claro es que disponemos de otros medios, como la televisión –que reúne algunas aficiones– o cuanto recibimos ya a través del ordenador y hasta del teléfono. Pero la ceremonia del desplazamiento, la elección de aquella sala a oscuras o el silencio de antaño hoy quedan lejos. Tampoco es válido entender que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero la crisis ha venido a cebarse en ámbitos delicados, algunos ya evanescentes. La reducción de las asignaciones económicas –porque cultura es también dinero– afecta no sólo a quienes la ejercen como autores o están vinculados a su creación, sino al público en general. La cultura va dejando escapar a sus fieles. Ser culto ya no tiene que ver con aquella característica del pasado. Puede ser otra cosa. O casi nada. Este gélido otoño caliente que estamos viviendo hace desaparecer un cierto horizonte. Lo culto va diluyéndose y se conforma en pequeños cenáculos que sobreviven a su modo. Tornamos al elitismo o confundimos cultura con alguna serie pseudohistórica televisiva o con los libros de escaparate.